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La primera civilización nace de un acuerdo entre grupos humanos diferentes. Aquellos primeros acuerdos tenían propósitos muy simples: no matarse entre sí y compartir de mutuo acuerdo los recursos disponibles en determinado territorio. De modo que, la civilización fue, desde un comienzo, un estricto acto de supervivencia humana. 

Tales acuerdos se representaban en rituales, que daban al compromiso una sagrada significación. Honrar la palabra dada fue, por mucho tiempo, señal de credibilidad y de confianza. Los líderes de los pueblos que honraban su palabra, contaban con credibilidad moral, confianza y fuerte respaldo de sus seguidores. La gobernabilidad es una función de la confianza entre gobernantes y gobernados.

A los primeros acuerdos civilizatorios orales, en tiempos en que no se disponían de escritura, le siguieron los tratados, los reglamentos, las leyes, los códigos y las constituciones, legados cuando ya se podían escribir.

Ante el incumplimiento de una de las partes, la otra tenía derecho a rebelarse. Esto ocurría entre pueblos distintos, pero también entre gobernantes y gobernados. No había otro modo de presionar para que se cumplieran los compromisos, normas o contratos acordados. 

El costo de incumplir fue siempre el trágico precio de la violencia. Y la violencia, tarde o temprano, arruina hasta los pueblos más prósperos. Por ello, valía la pena cumplir en lo posible los acuerdos.

La evolución de la civilización siempre pendió de ese débil hilo que sostenía la relación entre los líderes de los pueblos o entre los gobernantes y sus gobernados. 

Los líderes o gobernantes transgresores sabían de los riesgos de la violencia. Calculaban que el costo de los conflictos podría ser menor al beneficio que obtendrían si violaban los acuerdos. Pero la guerra siempre es un alto riesgo, del que se sabe cómo y cuándo comienza, pero nunca cómo y cuándo se termina.

La rebelión fue, desde siempre, un derecho ancestral al que apelaban los humanos cuando constataban que los acuerdos eran violados. La rebelión es un derecho inalienable muy anterior a todo sistema jurídico que intentase suprimirla o regularla. Único recurso que tienen los pueblos cuando los gobernantes, nacionales o extranjeros, deciden tiranizarlos.

Rebelarse es un deber moral cuando el despotismo, el abuso y la transgresión se imponen sobre el Estado de derecho. 

John Locke lo expresó con gran claridad en su teoría política liberal, al afirmar que, cuando el pacto social no esté funcionando, cuando el exceso de poder se convierte en abuso de poder, entonces el pacto se anula y se le devuelve al pueblo, que tiene derecho y el deber de recurrir a la rebelión.

La Declaración Universal de los DDHH lo admite también. En el tercer párrafo de su preámbulo advierte: “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”

No hay pacifismo que pueda justificar la sumisión pasiva a los regímenes tiránicos y opresores. Porque la paz de la opresión no es, en absoluto, ninguna paz. Es la muerte lenta de la vida, de la dignidad humana, de la sociedad y de la civilización.

@herreraleonber

 

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