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Pocos oficios son tan exigentes, como la política. Caracterizado por  una permanente tensión entre los principios y las realidades, tentado frecuentemente por la banalidad del poder o la de sus aproximaciones reales o ficticias, está en el centro de nuestros dramas actuales.

Trastocada en sentencia aquella distinción weberiana entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad,  los hechos someten constantemente a prueba al oficiante que, además, pregona a viva voz determinados principios y valores.  Es más cómodo para quienes no lo predican, moldeándose a cualesquiera circunstancias, siendo inmenso el riesgo en el caso de convertirse en un decisor público: lo será sólo de su entera y personal supervivencia.

Más que moldearse a esas circunstancias, el oficiante ha de comprenderlas, asumirlas y superarlas de acuerdo a un ideario que le conceda al realismo un sentido creador. Incurriría en la pusilanimidad de  contentarse con flotarlas y, reeditándolas enfermizamente, descomponerse con ellas, de no someter su conducta a la crítica necesaria.

El realismo implica una buena dosis de pragmatismo, aunque la impresión más negativa que aún predomina del oficio es la de un oportunismo nada sagaz, y a veces nauseabundo. Quizá esa impresión ha sido particularmente duradera en Venezuela, nítidamente arraigada desde los años ’60 del ‘XX, cuando en el parlamento de entonces, en los tiempos previos al consabido bipartidismo, fue de una muy fragmentaria  composición, haciendo posible toda suerte de negociaciones para definir sus distintas autoridades y áreas de influencia.

Así, los comicios de 1963 condujeron a una participación de variados partidos, muy minoritarios,  e individualidades significativas en el extinto Congreso con los cuales debían entenderse las fuerzas más relevantes para designar la directiva de las cámaras, comisiones y subcomisiones, entre otras instancias. La agitada agenda política de entonces, obligó a no pocas y continuas negociaciones, incluso, para debatir, llegando al extremo de una paralización de las actividades con motivo de la llamada reforma tributaria de 1966.

Hubo bancadas disciplinadas que tuvieron que lidiar con esas negociaciones, a veces, difíciles, con factores que también cambiaban de posturas recurrentemente y quizá por ello, quedó entronizado y popularizado el término “camaleón”. Luego, se entendió el oficio político como sinónimo de esos cambios oportunistas e, inferimos, la prensa humorística contribuyó mucho a arraigar ese sentido, como lo hemos observado por largos períodos en las ilustraciones de Pedro León Zapata.

El auténtico compromiso político, o de quien lo oficia, debe ser también realista y pragmático, pero no camaleónico. A la luz de lo que ocurre en la Venezuela actual, el realismo creador pasa por la consecuencia y la coherencia con lo predicado, lo que se aspira – desde ya – a hacer en el país.

Por un lado, en el seno de la oposición, está la coherencia, persistencia, consecuencia y consistencia de la política que representa María Corina Machado, lanzada también con vocación para el debate, añadidas las iniciativas más cónsonas del momento, aún vigentes, como la de aprobar el artículo 187, 11 constitucional. El otro, después de negada abierta o encubiertamente, se encuentra el empleo del principio de la Responsabilidad de Proteger (R2P), como una consigna de ocasión a manipular de tal manera, hasta vaciarla de sentido y de eficacia: camaleónicamente susceptible de convertirse en pieza de negociación para el cambio gatopardiano en el que nos encontramos desde hace un buen tiempo.

Rechazamos esa perspectiva del camaleonismo político que, como vimos brevemente, tiene asidero en  el inconsciente colectivo, adquiriendo novísimas significaciones y consecuencias fatales. Reafirmamos una ruta, porque la hay, que es la de la Operación de Paz y de Estabilidad (OPE) que pone en solfa el oficio político con las demandas históricas de un siglo que aún no comienza.