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Escribe uno más de la generación que se vio forzada a buscar nuevos horizontes para mantener a su familia, y como muchos dejó no solo a su tierra, sino a sus hijos también.

La generación de mis hijos la llamo ahora la generación confundida, se debaten a diario entre lo que ven como «normal» en su vida cotidiana y lo que pueden ver por alguna red social, o medios digitales que les llega desde el extranjero.

Hace unos días mi hijo de 12 años me preguntó, ¿Allá se va la luz también? Me deshice en explicaciones, recalcando que lo que están viviendo en Venezuela no es «normal», la vida no es ni debe ser así, pero caí en cuenta del grave daño generacional que ha ocasionado la situación que vive el país desde hace dos décadas.

Hay daños profundos en la generación de los que hoy son menores de edad, niños que pueden asumir como normal el caos inexplicable en que se nos volvió el país, están creciendo asumiendo un mundo absurdo donde no saben cuándo no habrá energía eléctrica, la escasez de combustible, la inseguridad personal y la incertidumbre, lo que nos puede traer algunos desenlaces indeseados en el futuro cercano, bien sea porque puede ser una generación donde asumiendo esa «normalidad», no tengan las aspiraciones adecuadas, o porque crecieron con los valores distorsionados de la sociedad deformada por este esquema de gobierno.

¿Qué podemos esperar de una generación que tiene entre tantas otras distorsiones, dos particularmente graves?

Su normalidad que no es la normalidad del mundo-, y la nula relación entre esfuerzo y gratificación. Con esta última se desprende otra cadena de males que necesitaríamos mucho tiempo para abordar, pero llevando el ejemplo a lo simple, para la fácil interpretación de un adolescente, no existe relación alguna entre la cantidad (años) o calidad del esfuerzo (calificaciones) para estudiar una carrera universitaria y la retribución que tendría como pago en un mercado laboral trastocado por el socialismo.

Un joven no tiene los estímulos más simples para estudiar porque lo más probable es que termine ganando un poco más que quien no lo hizo, pero no tanto como para que eso signifique una mejora sustancial en la calidad de vida.

Dicho esto, cabe la pregunta ¿Qué pasa por la mente de un joven de 17 años ante estas dos consideraciones de cara a su futuro?

Es imposible pensar en el futuro del país sin pensar en quienes son los protagonistas de ese futuro.

Nos toca pedir a la providencia que esta generación emergente tenga la claridad y buen juicio para batallar con la dualidad de lo que es y lo que debería ser.

Suerte muchachos y cuenten con toda la admiración y respeto de las generaciones que lamentablemente los colocamos en la difícil posición definitoria de la historia de nuestra nación.