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Si algo resulta imperdonable de las tantas actuaciones deleznables del régimen continuado de Hugo Chávez y Nicolás Maduro son las atrocidades cometidas. Unas directas y flagrantes, otras indirectas, pero no por ello menos lesivas a los individuos receptores; todos los venezolanos, a la humanidad.

 

No puede entonces sorprendernos que Michelle Bachelet aparezca haciendo un reclamo porque al cuerpo de exterminio denominado “FAES” no se le haya buscado la manera de desarticularlo para siempre, como ella propuso luego de su visita con el conteo en mano, como con un ábaco, que le lleva a las personas ejecutadas por tan tenebroso grupo, al que sigue alentándose firmemente su «trabajo» desde los más altos niveles. El FAES, su existencia y su accionar, es atroz. Pero no es lo único.

 

Las cárceles venezolanas, todas, son atroces. Lo que allí se vive espeluzna a cualquier amante del terror en ficción, porque en todo lo supera. De allí que posea una mayor carga de inhumanidad trasladar a los políticos que el régimen considera sus enemigos a esas pocilgas. Con tratos crueles y degradantes, como sabemos hace años y Gilber Caro ha dejado sentado de nuevo. Un diputado. El criminal sistema que han implantado rebasa lo imaginable en sus actuaciones despiadadas. Hay recuerdos indelebles: la expropiación y muerte de Franklin Brito. El modo como les quitaron la vida a Albán o a Óscar Pérez.  Los tratos a Caguaripano, a la jueza Afiuni, a Simonovis, a los policías, a los tantos militares maltratados, al diputado Requesens, al General Vivas, a Araminta González, a Laidet Salazar. Las agresiones a mi muy estimado amigo Gregory Sanabria y ponga usted, la cantidad de casos que faltan y llenarían páginas para representar la desgracia de tener gente sin una pizca de escrúpulo en el manejo sangriento, sádico del poder.

 

La expansión del terror paralizante tiene sus objetivos trazados y muy claros: vulnerar, inmovilizar y desarticular, antes que se produzca cualquier intención de rebelarse. Y quien lo intente padece en su pellejo las consecuencias. De allí que se haya extendido en muy diversas formas la coartación de la libertad de expresión, la censura, la autocensura. Han hecho malabares con políticos y partidos, con sindicalistas y sindicatos, con el trabajo y la educación. Han desinstitucionalizado el país. No les importó arruinarlo para sus fines; hacerlo invadir por hordas de criminales de diversas nacionalidades. Saqueo, ruina, expropiación, exilio. Todo tipo de atroces atentados a los Derechos Humanos.

 

¿Ellos con  sus cómplices civiles y militares, merecen algún ápice de consideración como para brindarles oportunidades? Ninguna.

 

Por eso hemos insistido durante años: no  hay negociación, diálogo, mesita, acuerdo, amnistía, espacio, que estos sátrapas merezcan, porque su trato no es político sino delincuencial, con sevicia. De secuestradores con sus rehenes, a los que cuando se ven muy comprometidos liberan si es el caso. Como si de prisioneros de guerra se tratasen. ¿Abrirles un compás para elecciones? ¿Apoyarlos a buscar reivindicarse? ¿Darles margen de maniobra? No. Agotado todo tiempo y todo trámite hace años. Tan implacables han sido, tan inmisericordes han sido en sus atrocidades, que el expediente será interminable de leer en La Haya, para quienes puedan soportar tanto espanto.

 

¿Se irán solos, tranquilos, con votitos? Qué va. Serían gente decente. No serían ellos. Algunos siguen buscando amainar, prolongando innecesariamente la agonía. Esperan que se produzca hace años el » milagro» que no llegará. En lo que abundan es en el estiramiento del dolor, del sufrimiento, de la muerte. No todos son cómplices; algunos obran de buena fe. Pero parecen.

 

Hay que arrancarlos de raíz, para que no quede rastro, sino en la lectura histórica de este desafortunado momento de nuestra existencia como nación. De raíz y para siempre.