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Por estos días surge (resulta natural) la diatriba en torno a si se vuelve o no a clases en septiembre. Los profesores en las angustias vitales, en la supervivencia; los estudiantes divagando acerca de su prosecución académica en universidades, liceos y escuelas (en estas últimas el sopor lo soportan padres y representantes mayormente); las autoridades en su doble función de dolientes (supervivientes) y preservantes institucionales.

Leña al fuego la que insuflan los altos jerarcas de la «revolución bonita», quienes, para sorpresa permanente de todos: profesores, alumnos, padres, representantes y autoridades, siguen enquistados en el poder, después de tanto (la cabeza de algunos tiene hasta precio marcado, como cualquier compota). Quien funge de ministro declara imponente, con el consabido estilo de todo jerarca despótico de revoluciones despóticas, que el 16 arrancan las clases virtuales en toda la República. Mientras, el máximo jerarca de la pseudo revolución criminal, antidemocrática, hace de contradictorio con su secuaz, para que así lo creamos, al proferir agitando el güergüero, que encuestará a sus súbditos esclavizados para buscar resolver clases presenciales en octubre. Pretenden desviar con finalidad electoral decembrina la atención de todos acerca del trasfondo, de lo verdaderamente esencial.

¿Regresar a clases? ¿Cuánto importa en medio del hambre y la mortandad? Da lo mismo. Quienes pensaron hace algún tiempo (el que sea) que la educación resultaría ilesa al paso del proyecto destructor se equivocaron. En todos sus niveles, la educación, tal como PDVSA, las industrias básicas en general, la funcionalidad del Estado, está aniquilada. ¿Lisa y agachadita la educación? Imposible. Quién desee seguir fingiendo y elabore la idea de que las instituciones educativas oficiales continúan a trancas y barrancas su rumbo con algunas señas de incertidumbre pero acertado, puede seguirlo haciendo. Seguirá siendo falso. No hay regreso a clases porque no es posible hace mucho que haya clases.

Así que el problema no es volver al aula presencial o virtual. Un asunto importante en sí mismo. El problema existencial, Hamlet siglo XXI, es el del ser. O no ser. Ser un país o continuar siendo este desparpajo de sobrevivientes sometidos, este no país al que le importa «oficialmente» un bledo la educación y sus efectos. Sin la organización general del caos impuesto al Estado, las clases,  las instituciones y personas  que de ellas nos ocupamos resultamos prescindibles, absolutamente irrelevantes. El problema es la reconstitución del Estado, posteriormente, por supuesto, al desplazamiento forzado de los jerarcas criminales, los de precio en la crisma y todos sus cómplices abiertos o disfrazados. Hasta tanto eso no ocurra; miren que luce cercano, las clases estorban o son la misma insignificancia que representa la educación o sus partícipes: ñinga. La nada. El criminal hecho impuesto de no volver a clases tiene que tener una secuela definitiva, un sentido. ¿Seremos capaces de dárselo?