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La pandemia en Venezuela ha tenido un tratamiento de espanto. Ella en sí misma lo es, pero para el régimen parece no bastar la tragedia que implica.

En principio, con mucha altanería, los representantes altos y bajos de la opresión en el poder secuestrado, daban cuenta de la invulnerabilidad con que la revolución siglo XXI había convertido en infranqueable para el virus nuestro territorio. Todo de un modo muy lúcido, pedante, chocante. Posteriormente, con el arribo del covid-19 al país, les dio por estigmatizar a quien lo contrajera, por haberlo contrabandeado.

La enfermedad era así importada, especialmente de Colombia. Con bastante de show. En algunas regiones les dio por regar todo lo céntrico, concurrido, con cloro, para «lucir» eficientes. A pesar de la inutilidad de esta acción pública manifestada por la Organización Mundial de la salud. En Los Teques, por ejemplo, y buena parte de Miranda, se esmeraron hasta con las camionericas de pasajeros en esa demostración histriónica e histérica. Maltratando a diestra y siniestra a los ciudadanos, obligándolos a trabajos forzados, apresándolos. Vulnerándoles, una vez más, todos sus derechos.

Ahora, ya el mundo entero es testigo, el estigma se amplía. La amenaza cunde, se proyecta a quien se le descubra o no el coronavirus. A quién tosa, a quien estornude seguido, a quien exprese algún síntoma. Las pruebas rápidas,  poco eficientes, poco determinantes, son las más abundantes. Las más apropiadas no abundan. Se inventaron hospitales improvisados. Más bien cárceles. Tal vez menos malolientes, tal vez con menor hacinamiento, pero con el mismo o mayor riesgo de perder la vida, por contagio o desatención.

El aislamiento es total. En oportunidades el teléfono conecta a la realidad circundante, familiar. Si los allegados no entregan la comida no comen. La atención médica falla, si la hay. Días largos, muchos, en espera de resultados que no llegan. La prisión por salud. Literalmente.

La gente que se contagia con el virus chino teme el traslado a estos improvisados «centros de atención». Desconfía, con razón. La gente sabe que es más de búsqueda de lucimiento y cifras que de efectividad y no quiere saber siquiera, aterrada, de la existencia en su cuerpo del virus y mucho menos de la posibilidad del traslado a esos lugares. Un ciudadano de Carrizal apareció en uno de esos lugares terroríficos caceroleando. Fue detenido varios días por la policía municipal. Los sectores completos donde se encuentra un caso se aíslan. Es como un delito enfermarse con el gripón ese, mortal. Protestar ya sabíamos que lo era para los tiranos y sus secuaces nacionales o municipales.

El efecto con la desatención del virus ha sido contrario: nadie quiere tenerlo como es lógico, pero nadie quiere decir que lo tiene, por desconfianza, por terror. El terror que genera el régimen a diario se ha vuelto también el terror del manejo con la salud. No hay nada ya en ellos que no atemorice en grado sumo a la población. Por ello, también por ello, se requiere la obtención de la libertad con la ayuda internacional requerida y lamentablemente desatendida tantas veces, a lo interno. Único modo de salvar pronto a todas las víctimas de esta enorme prisión. Enfermos o sanos.