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A pesar de que su esencia representa un claro ataque a los derechos naturales de vida, libertad y propiedad de los individuos, y por ello, una violación flagrante a los pilares fundamentales de la civilización occidental, la izquierda ha dominado el debate de las ideas durante mucho tiempo. Sobre todo, y esto debe ser entendido con suma claridad, porque ha ganado la batalla de la imagen, y eso ha ocurrido en la mayor parte de los países occidentales. Las ideas de la izquierda han tenido mejor imagen que las ideas de la derecha, apelando al romanticismo y las emociones, a su vez de que pisotean la razón.

Es necesario reconocer que en aspectos propagandísticos, la izquierda ha logrado cosas realmente increíbles, porque no sólo se trata siquiera de denunciar la realidad de unas dictaduras comunistas que fueron más asesinas que los nazis y fascistas, porque lo sorprendente aquí, es precisamente haber logrado insertar en el ideario colectivo, que nazis y fascistas nada tienen que ver con ellos, aún cuando ambas tendencias son de clara inspiración socialista, siendo que el término “Nazi” es el diminutivo de Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (en alemán, Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei abreviado como NSDAP).

Tampoco, en términos morales, ha disminuido el prestigio de la izquierda, debido a su estrecha relación con los múltiples terrorismos inspirados en ella (FARC, ELN, ETA, Sendero Luminoso, el Ejército Rojo Japonés y hasta las mismísimas ideas de Pablo Escobar). Y no está claro que en Venezuela, la actual crisis causada por el socialismo vaya a causar una condena definitiva hacía esta tendencia ideológica.

Por supuesto, el coqueteo de la izquierda moderada con el terrorismo no se hace en forma de abierta justificación de ese terrorismo, ni siquiera en forma de simple justificación. Pues la denominada «izquierda democrática» condena el terrorismo en cualquiera de sus formas. “Que quede claro que yo condeno con claridad a este grupo terrorista…” o el muy trillado y sumamente hipócrita “condenamos la violencia venga de donde venga”, el discurso progresista empieza habitualmente así, pero inmediatamente surge el inevitable pero, “pero… debemos resolver un conflicto pues hay que ir a las raíces del problema, a las causas”.

Algunos ni siquiera se toman la molestia de establecer la introducción de la condena. Simplemente van directo a las causas, como las innumerables justificaciones del chavismo cargadas de indulgencias hacía los grupos terroristas de las guerrillas colombianas, que no sólo han cometido sus crímenes abominables en el vecino país, sino que también en el nuestro.

El triunfo del concepto de progresismo es bien representativo de esa superioridad de imagen de una izquierda que ha conseguido imponer el mensaje de que sus ideas son positivas, transformadoras, humanistas y generadoras de progreso. La misma izquierda ha difundido, también con notable éxito, un segundo mensaje según el cual las ideas de la derecha serían reaccionarias, crueles, excluyentes, xenofóbicas o, lo que es lo mismo, negativas y contrarias al progreso humano. Algo reflejado por la izquierda de múltiples maneras en Latinoamérica, en el concepto de “neoliberalismo”, según el cual las ideas de la derecha serían contrarias al progreso y nos llevarían a la época de las cavernas.

Simultáneamente, por ejemplo en la Venezuela socialista, cada vez son más las personas que, a falta de gas doméstico, deben preparar sus alimentos utilizando los rudimentarios fogones de leña, y en el caso de otros servicios básicos  tales como la electricidad y el agua potable han pasado a ser verdaderos “lujos”. Ni hablar del hecho que el transporte público, cada vez más frecuente en nuestro país, son camiones en deplorable estado que movilizan tanto a ciudadanos como a vacas o cerdos.

Es de hacer notar la connotación profundamente eufemística que posee el término “pueblo” en la dialéctica revolucionaria. Conforman el pueblo, los oprimidos y los hambrientos, los desposeídos, los que han sufrido la “iniquidad capitalista”, sin que por ello signifique que deba la revolución avergonzarse porque estos flagelos se vean acrecentados ampliamente en su seno;  por el contrario, son una especie de tributo, una prueba de reafirmación moral del “pueblo” (la muchedumbre) con la revolución, que en algún momento futuro (siempre muy lejano) encontrará la redención a todos sus padecimientos. Poco importa que sus padecimientos actuales superen con creces aquellos sufrimientos por los cuales la revolución fue necesaria y de cuyas cadenas venía a liberarlos.

La moral revolucionaria establece que uno de sus adeptos siempre tendrá la razón, no porque le asista la verdad, lo cual implicaría coherencia y honestidad intelectual, sino por el sólo hecho de ser revolucionario. Por ello, entre un revolucionario y un contrarrevolucionario, el revolucionario siempre tendrá la razón de su lado, en el nada objetivo “tribunal de la historia” ideado por Marx. Mientras que entre un revolucionario en el poder y un revolucionario disidente, la razón siempre se inclinará por el primero, que es en sí mismo o bien está más cerca, del “Sumo Sacerdote”, único ungido del poder divino, para interpretar la historia y con ella, “la voz del pueblo” para distorsionarla a conveniencia cuando así se requiera.

Probablemente de allí venga el frenesí revolucionario de, una vez en el poder, fabricar a su medida constituciones, dicen ellos, “humanistas” como ninguna otra, para al cabo de un tiempo, fabricar otra más “humanista” todavía, denunciando viciada la anterior, como que si la vigente hubiese provenido de un “pasado” anterior a ellos mismos.

Habiendo ya establecido argumentos sólidos sobre la hábil y no siempre evidente manipulación de la realidad por parte de la izquierda, vamos a analizar brevemente el mito de Robin Hood, cuyo nombre es suficiente pronunciar en cualquier contexto o situación, para que automáticamente en quien lo escuche, y como una verdad irrefutable, surja la frase “el que robaba a los ricos para darle a los pobres”.

Robin Hood fue paradigma de héroe y forajido del folklore inglés medieval. Inspirado por Ghino de Tacco y en honor a un hombre llamado Robin Longstride o Robin de Locksley, quien era de gran corazón y vivía fuera de la ley, escondido en el Bosque de Sherwood y de Barsdale, cerca de la ciudad de Nottingham. El mejor arquero, defensor de los pobres y oprimidos, luchaba contra el sheriff de Nottingham y el príncipe Juan sin Tierra, que utilizaban la fuerza pública para acaparar ilegítimamente las riquezas de todos, fuesen nobles o campesinos. En la Inglaterra medieval, todo individuo que se oponía a los edictos reales era forajido.

Para los fines de este artículo, poco importa la veracidad o no de lo que sobre Robin Hood se dice, por lo que argumentaré estrictamente en base a la historia, a la ficción difundida y aceptada, es decir, la de un hombre que se enfrentó al poder político de su tiempo en una clara disputa relacionada a los derechos de propiedad de ciertos recursos.

Continuará en una segunda entrega…

José Daniel Montenegro
@dmontenegrov1 
Coordinador estadal de Formación de Cuadros de @VenteBarinas