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Venezuela jamás ha sido un paraíso distante de los problemas cotidianos, de hecho, desde que lo recuerdo, siempre hemos sido un país convulsionado, en mayor o menor medida, pero siempre un país difícil. Las calles de Venezuela siempre me han parecido provocadoras de miedo, zozobra e inseguridad, pero más allá de ese hecho no recuerdo vivir mi infancia caminando con temor, o pensando que cualquiera podía robarme.

Cuando regresé aún era en cierta forma ingenuo, alguna vez pequé de inocente usando el teléfono en esos lugares que todos los caraqueños conocemos como inseguros o de mayor riesgo. Sin embargo, hasta ahora no he sido víctima del gran mal de Venezuela, ese que todos conocemos como «El hampa». Hace un par de meses, fui víctima de un intento de hurto que no se consumó, luego de ese episodio he sido más cuidadoso mientras tránsito por las calles de Caracas.

La situación país, hoy te obliga a sentirte una potencial victima todo el día, cada día. Te sientes vigilado, como si cada delincuente estuviese esperando para convertirte en su próxima víctima del día. Con la poca circulación de efectivo en las calles, es más que obvio que en caso de robo, el teléfono o pertenencias valiosas serán el objetivo del antisocial de turno. Ayer, fue el primero de dos días con una tensión inusual de este tipo.

Camino las calles por las cuales he transitado desde que era un niño, por alguna razón estas estaban más solas de lo común. Camino a paso rápido. No paro de observar a cada persona, cada uno es un potencial asaltador que quiere lo que sea que tenga en mi bolso, después de todo, no sabe que lo único de valor ahí dentro son mi teléfono y los apuntes de la universidad. Un escalofrío me recorre y lo asumo, me van a robar.

Un hombre de unos veintidós años me pide que le de dinero para comprar una galleta. Admito que no tengo nada, pues solo me acompañaban trescientos bolívares en efectivo y no había salido con la cartera. Tengo que disculparme con él y poner buena cara. Se adelanta, pero no se va. Camina lento, voltea y me ve cada vez que puede. «Estamos cerca del comando de la GNB, si cruzo no puede hacerme nada ahí», pienso. Él parece pensar lo mismo y se apresura, saca una navaja y la mantiene en una mano hasta que ve el comando y decide guardarla. Me sigue durante un par de cuadras. Aparece la gente y logro mezclarme. Me escapé, eso creo. Aún no llego a casa y se me acerca alguien más. Me arrincona y el miedo de ser robado reaparece. Sigue de largo, se va. Hoy no fui yo su objetivo, eso supongo.

Hoy, como si la vida quisiera darme un ejemplo práctico y luego de salir de la universidad en la que la clase del día se basó en los tipos de delitos, llego a Gato Negro y comienza a crecer la sensación de que seré robado, siento que todos me observan, y es que eso provocan nuestras calles, nuestra realidad.

Más de media hora esperando autobús, el único que llega está cobrando un precio más elevado al contemplado como pasaje oficial, pero no quieres estar ahí, no quieres quedarte solo mientras los demás en la fila se van. Subo. Un minuto luego de comenzar el trayecto, un pasajero se baja. Asegura que otro pasajero está armado y que no se irá hasta que la GNB nos revise a todos. Nadie entiende nada. Nadie se baja. Pasan cinco minutos y llega la GNB. Con un tono de superioridad nos ordenan bajarnos para requisarnos.

Por lo general no uso la camisa del partido, sin embargo por alguna razón hoy estaba en mi bolso. «Me van a hacer pasar un mal rato si ven la camisa», asumo. Si, en Venezuela una camisa de un color determinado con una palabra que no guste al régimen es motivo de abuso de parte de los funcionarios. Comienzan a bajar los pasajeros, no requisa a nadie, parece que solo revisarán el autobús, no a los pasajeros. Éramos treinta y dos pasajeros aproximadamente, solo revisaron a uno.

Solo uno parecía tener cara de sospechoso, yo. Saca el arma de su funda, me agarra de la cadera y me requisa, solo a mí. Mientras, todos me observan. Suelto una carcajada. Comprueba que no tengo nada y me deja reunirme con los demás. Fue todo un susto y nada más, o al menos eso pareció, porque si hubiese un pasajero armado, no lo hubiesen requisado, solo ojearon el autobús.

Nos convertimos en un país de sustos, de sobresaltos cotidianos. Somos dificultades, problemas, miedos y momentos absurdos cada día. En esto nos hemos convertido, en el país que detiene un autobús porque un pasajero cree haber visto un arma. Esta es la paranoia en la que vivimos, donde si alguien se acerca mucho, asumes que quiere abrirte el bolso o arrebatarte algo.

Estos días han vuelto a ser de escándalo en Venezuela, pues nos movilizamos en la última semana con la información de la aparente corrupción y malversación de fondos en Cúcuta con la ayuda humanitaria. Es obligatorio mencionar esto pues cuando lees esta información en los pocos medios que aún persiguen la verdad sientes los mismo que al caminar por las calles de Venezuela, un profundo temor a ser robado nuevamente, miedo excesivamente recurrente en el día de los ciudadanos que aquí hacemos vida.

Hace un par de días, y aún en el tema de la ayuda humanitaria, leí que los políticos son el reflejo de la sociedad, y que si ellos son corruptos, es nuestra responsabilidad por haber confiado en ellos, o por darles poder sabiendo que lo eran. Hoy quiero creer que la sociedad venezolana no está compuesta de muchos ladrones, quiero creer que quienes aspiramos a un país de política y ciudadanía honesta somos más, y sobretodo, más fuertes.

@AlvaroJardim99