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Es posible inferir que los venezolanos hemos sido víctimas del militarismo fascista disfrazado de socialismo, gracias a una marcada formación anticívica que, desde muy pequeños, nos condiciona para actuar complacientes y con un elevado grado de tolerancia, ser «buena gente» frente a las agresiones de quienes exhiben atributos externos de poder, uniformes, armas, objetos brillantes, vehículos lujosos, etc. Esa formación sumisa es propia de los sistemas de control social en los que los seres humanos actúan subordinados a una jerarquía; sin derecho a cuestionar, ni a protestar las órdenes recibidas, lo cual es propio del orden cerrado que caracteriza a las organizaciones religiosas y militares.

Prueba de esta afirmación es que, al menos en Facebook, cada vez que alguien expresa una propuesta política para salir del yugo militar chavista, una mayoría responde: «Amén»; como si se tratara de una petición a Dios, en vez de ser interpretada como una visión que se comparte para ser construida con el esfuerzo de todos.

Esa respuesta evidencia no solo que se espera una solución de origen suprahumano, lo que genera una contradicción entre nuestra conducta y los valores civilidad, libertad y democracia, que, supuestamente, rigen nuestra sociedad. Es decir, confiamos nuestra libertad y bienestar terrenal a lo religioso, antes que a la civilidad que define y establece nuestros derechos en la sociedad.

Esa contradicción por sí sola no sería muy grave, pues todos los países católicos cojean de la misma pata, a diferencia de los países protestantes, en los que la gente exige menos de Dios y más de sí mismos. Pero la fe en que Dios solucionará nuestros problemas políticos se transforma en una debilidad, cuando esta se suma al culto cuasi religioso a la figura del libertador y a los atributos militares del poder.

El culto a Bolívar, y con ello a lo militar, fue sembrado por las logias masónicas militares, después de la muerte del libertador, mediante el «bolivarianismo». Pero en algún momento de nuestra historia, fue convertido en herramienta de condicionamiento y manipulación social.

Lo anterior se evidencia en que el nombre Bolívar es omnipresente en la mente y realidad del venezolano, lo cual condiciona nuestras preferencias culturales, como los valores y modos de pensar. Esa característica de la sociedad venezolana pudo haber sido aprovechada como una debilidad psicológica que facilitó el someternos e invadirnos, sin disparar un solo tiro.

El problema no es la admiración al libertador, pues en otros países se admira y venera a sus héroes militares, como a George Washington o Mc Arthur en Estados Unidos, Napoleón o De Gaulle en Francia, Kutuzov en Rusia, entre muchos otros.

El problema se produce cuando los héroes militares minimizan, sustituyen y borran a los héroes civiles. Máximo, cuando los méritos de los civiles son mayores que los de los militares, tal como ha sucedido en la historia de Venezuela. La maldad radica en la pretensión histórica de grupos o logias de conformar una sociedad, anulando la civilidad, que es la base de la civilización y de toda sociedad moderna. Esto, únicamente con la finalidad de mantener el control sobre el poder civil y la democracia desde los cuarteles.

Prueba de esa formación anticívica, que privilegia lo militar por encima de lo civil, que coloca al hombre de armas por encima del hombre de ideas, que privilegia a la persona de acción por encima de la persona de ideas, es que los civiles fueron casi borrados como actores principales de la gesta de independencia venezolana.

Entre los escasos civiles que figuran en la historia de la independencia dejaron solo a Juan Germán Roscio porque fue quien redactó el Acta de Independencia y a don Andrés Bello porque fue quien redactó la constitución de Chile y fueron tan brillantes que borrarlos hubiera sido un crimen demasiado evidente.

En realidad, la independencia fue una gesta civil (recordemos que Venezuela no tenía ejército; por eso Bolívar, Andrés bello y López Méndez fueron a buscar soldados a Londres). La lucha la hicieron los hacendados, carpinteros, herreros, cocineras, barberos, lavanderas, comerciantes, cocineros…, toda la pléyade de personas que conformaban el ejército patriota, eran civiles.

Ahora bien, la preferencia hacia los atributos militares del poder, sembrada como una debilidad en los venezolanos, se evidencia entre otros elementos, en que en Venezuela todas las avenidas, calles y plazas principales de cada ciudad, están dedicadas a un militar.

Es verdad, todas las calles y plazas principales se llaman Bolívar. Las calles aledañas se bautizan con nombres de otros militares: Páez, Soublette, Urdaneta y Brión, por ejemplo. Cuando no llevan nombres de militares son bautizadas con nombres de batallas, por ejemplo: Carabobo, Ayacucho, Bomboná, Pichincha y así hasta llegar a los callejones de los pueblos que no escapan a la «castrofilia».

En otras palabras, en nuestro amado país, los militares están en las calles, en las plazas y parques, en las monedas, en el papel moneda, en los timbres fiscales, en los nombres de las instituciones, en los libros de historia. Y ahora presiden ocho ciento sesenta empresas formadas con capital de la nación y, últimamente, desempeñan el 80% de los cargos públicos, aunque de manera ilegítima.

La cereza del postre la puede verificar usted mismo, preguntándole a cualquier militar venezolano si es verdad que durante su formación le enseñan que los civiles son inferiores a los militares y si son programados para percibir a los civiles como sus adversarios o enemigos.

Estimados conciudadanos, el tema es largo y profundo; pero lo que está a la vista sí necesita anteojos, pues si queremos convertir a Venezuela en una república próspera y descentralizada, se hace necesario revertir la tergiversación histórica que privilegia a los militares por encima de los civiles. Y el momento es ahora.