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Esta semana, antes de salir rumbo al estado Anzoátegui, recibí las cifras de la más reciente encuesta de Venebarómetro, con un dato alarmante, inaceptable, desgarrador: el 49% de los habitantes del oriente venezolano come solo una vez al día… y solo tres de cada 100 orientales pueden hacer diariamente sus tres comidas. La estadística, fría, es aterradora; pero la vivencia personal desgarra el alma. Ya de regreso, siento que este ha sido el recorrido más intenso, emocionalmente, que he hecho en toda mi vida a Anzoátegui, un estado al que quiero y admiro profundamente.

Por una parte, la agonía: he constatado la dimensión más cruel del hambre y la desesperación, como jamás pensamos que íbamos a ver en nuestro país. Por la otra, el éxtasis: lo más elevado del ser humano que se crece en la adversidad y brota indetenible las ganas de luchar; en especial la de las madres venezolanas. Hoy Venezuela, no solo no está derrotada, sino que moralmente, nunca ha estado tan sólida y dispuesta a enfrentar los atropellos del régimen y a derrotarlo.

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En Guanta, en el sector El Chorrerón, conocí a Carolina, una joven madre de cuatro varones; quien lleva dos de los tres años de vida de su hijo Gabriel, sin darle un vaso de leche. Pocas horas después, en Puerto La Cruz, mientras realizábamos una caminata por la Av. 5 de Julio, María Teresa Aguilarte me decía, desgarrada por el llanto: “Seis horas haciendo una cola y no pudimos comprar nada. Nada. Lo único que tengo en mi nevera es agua. ¡Nos estamos muriendo de hambre! Todos los niños lo que comen es mango”.

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Al día siguiente llegamos a Puerto Píritu, donde los vendedores del mercado sobreviven vendiendo artículos que encuentran en la basura o usados, entre la absoluta miseria y la tristeza que se hace patente en la imagen de un mercado completamente vacío… En el pequeño pueblo de pescadores El Hatillo, José se tragó las lágrimas y me dijo que la hazaña de su comunidad es negarse a morir…de hambre.

Pero fue en Clarines donde el hambre encontró la furia indomable de las madres que no toleran la mirada de un hijo hambriento. Llegamos en motos y al reconocerme, un nutrido grupo de mujeres me rodeó; venían a pedirme que las ayudara a liberar a 11 mujeres detenidas dos días antes mientras protestaban por comida. No tenían miedo. Están decididas. Nada detiene a una madre cuando se trata del hambre del hijo. Son las presas del hambre. Presas de Maduro. Las que nunca debió detener. Pero ya es demasiado tarde.

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Clarines se rebela. Y Pariaguán, Boca de Uchire, Barcelona. Y allí cerca, a la misma hora, Tucupita, Araya, Cumanacoa. Venezuela entera. Se rebela contra el hambre y por la dignidad, por la libertad.

Las mujeres de Clarines me acompañaron a pie hasta la casa azul de Vente, que abrimos ese día. Hicimos un pacto, un compromiso. Al día siguiente, las 11 de Clarines fueron liberadas. Pronto, muy pronto, seremos 30 millones en libertad. Las madres lo sabemos.

#RutasDeLibertad

En: Caraota Digital.