Skip to main content
immediate bitwave Library z-library project books on singlelogin official

Nos golpeamos el pecho por una realidad que no hacemos nada por cambiar

imágenes que vimos la semana pasada traen a nuestra memoria los momentos más negros de la historia humana, en los que algunas personas fueron capaces de deshumanizar a otras. Madres con hijos pequeños a cuestas, abuelos cargando su cama y su drama en la espalda; mujeres, hombres y niños, cruzando un río que se convirtió en la frontera entre su vida y la nada. Sus lágrimas eran inevitables, al ver cómo lo que con tanto esfuerzo habían construido durante años, se quedaba del otro lado del río Táchira.

Pero las deportaciones de las que hoy son víctimas más de dos mil colombianos que vivían en el país no son la única variable de una ecuación que es muy peligrosa. A ésta se le suman medidas como el decreto mediante el cual el gobierno dictó el Estado de Excepción en seis municipios del estado Táchira y también el cierre de la frontera con Colombia que afecta a cientos de miles de personas que tenían su vida familiar, comercial y cultural en ambos lados de la misma.

Como no podía ser diferente –y a pesar de la resistencia del presidente colombiano Juan Manuel Santos a actuar con firmeza desde un principio en defensa de sus compatriotas- las consecuencias diplomáticas tenían que llegar. El jueves el gobierno de Colombia llamó a consultas a su embajador en Venezuela y solicitó reuniones extraordinarias de Unasur y de la OEA para “contarle al mundo lo que está sucediendo, porque es totalmente inaceptable” y para exigir respeto por los centenares de colombianos a los que se les están violando sus derechos más básicos.

Nadie puede pronosticar el desenlace de esta nueva crisis. Lo que es un hecho es que para miles de familias este nuevo intento del gobierno de crear una crisis con fines políticos, tendrá consecuencias devastadoras. Sin embargo, como en cada uno de los casos en los que la decencia es la primera víctima, el daño no es solamente para aquellos que sufren el abuso directamente, sino también para cada uno de nosotros que, una vez más, ve con vergonzosa pasividad como atropellan a otros ciudadanos. Ante cada nueva injusticia que se comete y que no genera ninguna reacción, nos perdemos aún más como república, como nación y como sociedad.

Nos parecemos a viejitas asustadas tomando el té, analizando cómo el país se derrumba a nuestro alrededor y pronosticando quién será el próximo en caer, sin darnos cuenta que todos tenemos un número en esa lista.

Nos golpeamos el pecho por una realidad que no hacemos nada por cambiar. El problema es que no entendemos que el contexto siempre nos terminará alcanzando, por más rápido que pretendamos huir de él, porque somos parte del problema.

Es por eso que hoy, 16 años después, no tenemos muchas opciones: o nos convertimos en arquitectos de nuestro propio destino y del de todos quienes viven en esta tierra, o seguimos siendo testigos de nuestra propia tragedia.

Debemos abandonar la comodidad de la crítica desde una posición de observadores, buscar espacios de lucha en los que podamos involucrarnos y, por qué no, incluso criticar que para muchos se haga más fácil rendirse antes que luchar.

Si no terminamos de comprender que nadie va a rescatar nuestro futuro si no lo hacemos nosotros mismos, entonces podemos darlo por perdido.

Es hora de actuar y de dejar de ser turistas de la realidad.

Twitter: @MiguelVelarde