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Durante mi infancia y juventud, mis padres y profesores sembraron en mi conciencia y corazón la obligación de amar a la patria y respetar a sus autoridades. Me enseñaron, además, que la obediencia leal a las autoridades, legítimamente constituidas, implica el derecho de ejercer la justa crítica de todo lo que no se ajusta al orden legal ni ético, y de lo que parece perjudicial para la dignidad de las personas o el bien común. Comprendí, que no es faltar a la obediencia, el discrepar de las autoridades ni acatar políticas y decisiones gubernamentales, cuando no son justas o se aplican de manera indebida. Ciertamente, es deber de todo ciudadano respetar el orden jurídico establecido y actuar con espíritu de verdad, justicia y libertad, sólo cuando las autoridades, que rigen los destinos de una sociedad, actúan en el marco de la Constitución y la ley. Entendí, también, que podemos actuar por cualquier medio pacífico, incluyendo la protesta pública y civilizada, cuando las autoridades violan las convicciones democráticas, ideológicas y morales de los ciudadanos o pretenden desconocer los más elementales derechos políticos y civiles de la gente. Y aprendí que en estas situaciones, el pueblo de manera organizada puede salir a las calles a protestar, en actitud serena y no violenta, y las autoridades no deben recurrir a la represión, para tratar de silenciar a quienes, como reacción natural ante la ineficiencia y desviaciones de quienes desde la cima del poder, actúan contra el bienestar colectivo y el interés nacional.

Lcdo. Humberto J. Saras G.