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La Trilogía del Mal. La aparición el pasado miércoles 30 de octubre de afiches pegados en las paredes del centro de Caracas y otras partes de la ciudad, incluso en dependencias públicas, denunciando a Henrique Capriles Radonski, Leopoldo López y María Corina Machado como la Trilogía del Mal, debe ser marcado como un día de infamia en el calendario en la historia reciente de Venezuela. En grandes letras, la serie de afiches (eran cuatro) pedía a los viandantes reconocer a Capriles, López y Machado, responzabilizándolos de la crisis económica, el desgobierno y el caos social que devora al país, acusándolos implícitamente de terroristas y ladrones. Sin duda, ese día también debe ser recordado como el emblema de la caída moral del chavismo: el día en que cruzó la raya que separa la riña política, por alterada que sea, de la criminalización de la disidencia y la oposición.

No es que durante los últimos 14 años no la hubiese cruzado. Lo había hecho muchas veces y en episodios de todo tipo, siendo uno de los más notorios la emboscada contra los diputados opositores orquestada por Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional. La degradación pública del adversario político fue una de las marcas de estilo de Hugo Chávez, una marca que desgraciadamente sus herederos también explotan. De hecho, fue el presidente Nicolás Maduro quien en una de sus confusas peroratas acuñó el término Trilogía del Mal, asociándolo con estas figuras, a quienes no dejó de llamar “parásitos fascistas”, hecho que fue aplaudido y difundido porEl Correo de El Orinoco en una fotografía de los tres cuya parte posterior había sido intervenida con unas graciosas calaveras.

Esta agresiva campaña de odio es un recordatorio de la larga historia de batallas entre Chávez y sus adversarios. Una historia que no tapa los atentados contra la democracia perpetrados por figuras públicas, algunas de ellas miembros activos de la oposición. Pero esta vez estamos ante una situación inédita, porque identificar a estos tres prominentes líderes opositores como los “enemigos públicos” es una ominosa señal de que el poder ya no solo promueve un discurso de odio, que se ha ejercido durante mucho tiempo, sino también su práctica. De ahí al ajusticiamiento paralegal y la desaparición física de los adversarios tachados de “enemigos públicos”, ambos efectos predecibles de una política de esta naturaleza, hay muy poca distancia.

Deliberadamente, el gobierno ha soltado “oficialmente” a las bestias del odio. Maduro debería anotar en su diario personal este hecho como uno de sus mayores logros.

Nada de esto ocurre al azar. Los afiches son un globo de ensayo para poner a prueba esta nueva política. Por eso no sorprende que los voceros oficiales insistan en representar a la oposición como la encarnación de todos los males, proyectando en ella la responsabilidad de sus deficiencias.

En un gesto de insólita ligereza, la ministro de la Comunicación e Información restó importancia a los afiches, para calificar a los líderes opositores como “seres violentos, militantes del odio y de la amargura” asegurando que eran ellos los “fascistas” y no unos afiches “regados por ahí”. En un orden argumental, este esguince retórico trata de presentar el derribo de una estatua como un acto moral y políticamente peor que el contenido de los afiches. Sin embargo, lo verdaderamente alarmante es que la ministro no haya condenado el fascismo explícito de los afiches y, algo más importante todavía, que no haya desligado de su autoría y colocación al gobierno, al propio MINCI, o al Partido Socialista Unido de Venezuela. Esto es significativo porque, por actuación u omisión, se está avalando la criminalización de quienes representan no sólo a la oposición como coalición política, sino a la mitad del electorado, como es el caso de quienes votaron por Henrique Capriles Radonski.

La aparición de los afiches es la cristalización en la esfera pública de lo que hasta ahora había sido, en esencia, un discurso para la tropa. Ese discurso ha sido llevado materialmente a la realidad y ello representa un acto de odio que prepara el terreno para acciones que podrían llevar al país a días aun más oscuros.

El Estado de Excepción. Cuando Nicolás Maduro designó a la Trilogía del Mal estaba casi literalmente evocando, aunque en una simetría opuesta, la noción de Eje del Mal usada por George W. Bush para designar al “enemigo externo”, a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001. El Eje del Mal fue la coartada para establecer el Estado de Excepción a través de la llamada Acta Patriótica, que llevó a Estados Unidos a suspender los derechos civiles y legales generales e individuales dentro y fuera de su territorio, a violar la soberanía de países como Afganistán e Irak, por citar los dos más obvios, que invadió y sumergió en la guerra, convirtiéndose en el mayor violador de la Ley Internacional después de la Segunda Guerra Mundial.

De manera análoga, si la Trilogía del Mal es realmente responsable de todo lo que se le achaca, cualquier venezolano tiene derecho a preguntarse por qué el gobierno permite que gente tan peligrosa ande suelta. O, incluso, si esos líderes deben tener los mismos derechos civiles o legales que los otros ciudadanos. La respuesta lógica es que no. De este modo se ha convertido a Capriles, López y Machado en blancos móviles de cualquier lunático que decida actuar en consecuencia de lo que la propaganda de gobierno diga.

Sin embargo, es esencial no ver como hechos aislados el asunto de los afiches. Los violentos ataques de Maduro contra la oposición tienen lugar dentro del contexto más amplio de una cadena de medidas y hechos que apuntan hacia la eventual imposición de un Estado de Excepción.

Antecedentes. Hay dos antecedentes inmediatos que ayudan a entender la grave dimensión de la alocución de Nicolás Maduro hablando de la Trilogía del Mal. El primero es el retiro formal de Venezuela de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el pasado 10 de septiembre, que previene a la Corte Interamericana de Derechos Humanos de conocer las violaciones de derechos humanos que puedan ocurrir en Venezuela a partir de esa fecha. Esta decisión, que según Maduro “no tiene vuelta atrás”, implica un ciudadano más débil frente a un Estado más fuerte. Éste es un hecho cuya extrema gravedad se ilumina mejor cuando es colocado a contraluz de la creación, a finales del mismo mes, del Centro Estratégico para la Protección de la Patria (CESPPA).

El decreto 458 de la era Maduro establece un organismo que tiene carácter supraconstitucional en la medida en que sus competencias están por encima de todas los otros órganos de seguridad e incluso por encima de la Presidencia de la República. Según se lee en el articulo 9, el CESPPA “podrá declarar el carácter de reservada, clasificada o de divulgación limitada de cualesquiera información, hecho o circunstancia, que en cumplimiento de sus funciones tenga conocimiento…”. Esto quiere decir que, justificándose en la defensa del interés nacional, el CESPPA puede demandar información de cualquier instancia pública, organización no gubernamental o asociación política que considere relevante. Pero más aún: en el artículo 7 se establece que entre sus funciones está “prever y neutralizar potenciales amenazas a sus intereses vitales (los de la patria)”. Lo que en lenguaje simple y llano significa que también puede censurar y reprimir directamente informaciones y hechos. O, si lo cree relevante, criminalizar “circunstancias” como, por ejemplo, una marcha opositora, el mensaje público de un disidente o el resultado de una elección que sea desfavorable a lo que consideran el “interés nacional”.

El alto volumen de la crítica internacional y nacional ante la creación de este organismo obligó al gobierno a emitir una segunda versión revisada del decreto. En ella eliminó del artículo 3 la controversial mención de “la actividad enemiga interna y externa”. Esto, sin embargo, no logró borrar la peste a Estado de Seguridad Nacional y a esquema totalitario que desprende todo el edicto. El gobierno y quienes manufacturaron este decreto lo saben perfectamente.

Según el filósofo italiano Giorgio Agamben, el Estado de Excepción opera con frecuencia a través de la gradual expansión del Poder Ejecutivo que infiltra al Poder Legislativo mediante la emisión de decretos (pensemos en la Ley Habilitante) que entrañan una suspensión constitucional, lo que erosiona de manera dramática el poder parlamentario, pues permite al gobierno actuar al margen de la Constitución y las leyes. A medida que un gobierno se hace más adicto a gobernar por decretos, más se aleja de la democracia y se acerca a la dictadura. El ejemplo ofrecido por Agamben es el del Tercer Reich: Hitler nunca derogó la Constitución de Weimar, solo la suspendió durante su gobierno. Del mismo modo funcionaron otros gobiernos dictatoriales en el siglo XX. Irónicamente, el Estado de Excepción termina, generalmente, por ser no la excepción sino la regla de funcionamiento del sistema: no es una medida, sino una técnica de gobierno, tal como lo planteó Walter Benjamin en 1942.

La pregunta necesaria es por qué ha adoptado el gobierno una estrategia que lo acerca al Estado de Excepción y cuáles pueden ser las consecuencias de eso. Cualquier venezolano con uso de razón puede responderla por sí mismo al ir de compras y ser castigado por la escasez, intentar defender sus menguantes ingresos de la inflación cambiándolos a dólares en un mercado negro que ya rompió la barrera del delirio o salir a la calle cada vez con mayor precaución para evitar ser víctima de la violencia.  Las encuestas complementan esta respuesta: los sondeos nacionales con mayor credibilidad sobre aprobación de gestión revelan que el gobierno pierde la batalla en inflación, salud, seguridad, corrupción, abastecimiento de alimentos y electricidad. El chavismo, como identidad política, sigue cerrando filas alrededor de la figura de Chávez: 54% de los encuestados por IVAD a principios de octubre, sostiene que seguiría el rumbo trazado por el caudillo. Pero la población en general, en números que van de 50 a 69%, le achaca directamente al gobierno la responsabilidad de estos problemas. La popularidad de Nicolás Maduro como gobernante se alinea con la tendencia: un paulatino pero sostenido descenso: según la encuesta más reciente de Datanálisis, la valoración positiva de su gestión ha perdido 14 puntos en seis meses, otro récord personal.

Aunque el gobierno persista en usar a la oposición y en la Trilogía del Mal como una pantalla donde proyectar sus fracasos, la población sabe que no se puede curar el agresivo cáncer que carcome la economía y la gestión pública sólo con curitas. El gobierno también sabe a la perfección que está frente a un escenario explosivo de ingobernabilidad. De esto han alertado incluso personajes de una lealtad al chavismo incuestionable, como algunos analistas del portal Aporrea.org. Por eso, para la troika que hoy gobierna Venezuela, se vuelve una urgencia de vida o muerte imponer mecanismos que hagan posible manejar, asfixiar y, si es necesario, aplastar situaciones potencialmente peligrosas para su permanencia indefinida en el poder. Estas situaciones pueden ser de naturaleza muy variada: desde el ascenso de los líderes opositores hasta una revuelta popular exigiendo mejoras en su calidad de vida, algo que es imposible dado el estado deplorable de la economía y la mediocridad de la gestión gubernamental. Eso y todo cuanto hay en medio de esas dos opciones.

¿Cuáles son las posibilidades de que esto ocurra? O, formulado de manera más sofisticada, ¿cuáles son las posibilidades de que en Venezuela un ciudadano, un grupo particular, un partido político o miles de personas vean sus derechos civiles y legales sometidos al peso demoledor de un Estado de Excepción? No será raro encontrarse con quien diga que estamos en un país que no es serio, un país del trópico y la guachafita, donde el CESPPA fue creado sólo para asustar a los opositores. ¿Pero no hemos visto casos en los que el gobierno ha usado toda su influencia para aplastar a un individuo? Que cada quien ponga el nombre que le venga a la mente. Sólo tomemos un ejemplo indiscutible: el caso de la jueza María Lourdes Afiuni, desvistiéndola de sus derechos más básicos, un hecho denunciado por figuras de izquierda de la talla de Noam Chomsky, o el caso de Franklin Brito, una víctima olvidada que ilustra la lucha del ciudadano contra el Estado.

Si Chávez adoptó estas acciones impunemente fue porque había logrado crear un marco institucional y político bajo su férreo control. Es ese mismo marco que hoy le permite a Maduro tronar contra la prensa, como lo hizo el 10 de octubre al acusar al diario 2001 de “sabotear” la economía por un titular acerca de la escasez de gasolina, llamando a sus directivos “bandidos y delincuentes”. Sin embargo, como se repite a cada instante en Venezuela, “Maduro no es Chávez”. De hecho, como recordó el cineasta Óscar Lucién, Chávez fantaseó con la Ley de Inteligencia y Contrainteligencia (entonces llamada Ley Sapo), pero entendió que éste daba paso al vigilantismo y al estado policial. En última instancia, Chávez no necesitó crear el CESPPA porque él actuaba sobre la base de su carisma y autoridad personal. Maduro y quienes lo rodean no tienen estos atributos y por tanto necesitan un mecanismo que les otorgue potestad para actuar por encima de la Constitución.

En el fondo, el gobierno enfrenta el mismo problema que siempre ha molestado a los regímenes híbridos: que califican como enemigos a los amplios sectores sociales que los adversan. Este problema fue muy familiar también a gobiernos como el de Estados Unidos y de la Unión Soviética, que emprendieron guerras imperialistas como las de Vietnam y Afganistán, respectivamente, contra “enemigos” que defendían su derecho a la autodeterminación y nunca los habían agredido.

Dicho todo esto hay que volver a una advertencia de Agamben: “El totalitarismo moderno puede ser definido como el establecimiento, por medio del Estado de Excepción, de una guerra civil legal que permite la eliminación física no solo de los adversarios políticos, sino de categorías enteras de ciudadanos que no pueden ser integrados en el sistema político”.

Y es por esto que provoca escalofríos la proximidad entre el retiro de Venezuela de la CIDH, la creación del CESPPA y la aparición de los afiches criminalizando a los líderes opositores, sin contar la compra de importantes medios de comunicación por empresarios afectos de la troika gobernante o la detención de periodistas en instalaciones militares.

No son simples coincidencias cuya magnitud se exagera bajo el efecto de un ataque de paranoia. Lo contrario. No hay nada casual. Se trata de eventos que hay que analizar y valorar dentro de una cadena de acciones y reacciones que nos colocan más cerca del Estado de Excepción y advierten sobre la inminencia del totalitarismo. Y esa ruta sólo le puede dar a Venezuela más represión, más sangre, más horror. (Prodavinci)