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Hace 30 años, nuestros países –con algunas excepciones- comenzaban a cerrar uno de los ciclos más oscuros en la historia de América Latina, que se había caracterizado por dictaduras militares que tiñeron de sangre la región con miles de muertos y desaparecidos. Pero la pérdida de vidas no fue la única consecuencia nefasta de este periodo de autoritarismo, también lo fue la pérdida de libertades y derechos básicos de los ciudadanos.

La década de los ochenta vio renacer las democracias en la región, un proceso que no fue fácil ya que éste vino de la mano de inestabilidad. Problemas económicos y de inseguridad, pero así y todo la mayoría de ellos lograron consolidar sus democracias.

Brasil, Chile, Perú y Colombia mejoraron sus condiciones: según el Banco Mundial, sus clases medias han crecido en un 50 por ciento, el consumo privado supone hoy entre 67 por ciento y 75 por ciento del PIB y el acceso a la educación también mejoró notablemente: los años de escolaridad se incrementaron de cinco a ocho en estos países. En términos de seguridad, ciudades como Rio de Janeiro o Medellín, que hasta hace una década tenían los índices de violencia más altos en el mundo, son hoy dignas de envidiar. Pero, sobre todo, los avances más importantes de estos países se ven en materia de los derechos y las libertades de sus habitantes, aspectos esenciales para la existencia de una democracia.

Mientras tanto, Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador, fueron víctimas de corrientes populistas y demagógicas que aprovecharon la crisis económica y social de finales del siglo XX y, con promesas de acabar con la corrupción y comenzar una nueva época, llegaron al poder disfrazados de la “nueva política” para no irse más. Su bandera principal fue la lucha contra la pobreza. Sin embargo, muy pronto nos daríamos cuenta de que esa lucha era más de palabra que de hecho, y de que estos gobiernos necesitan que los pobres dependan de ellos para poder lograr su máximo objetivo: mantenerse en el poder. Quieren a los pobres, pero los quieren pobres. Los necesitan así.

Hoy nuestras sociedades tienen dos grandes retos por delante: primero, comenzar honestamente la lucha contra la pobreza y la exclusión para lograr, aunque sea  tarde, sacar definitivamente de ella a quienes aún viven en esa situación. En segundo lugar, y de la mano con lo anterior, rescatar los pilares básicos de una democracia como la independencia de los poderes, la libertad de expresión, la alternabilidad de Gobierno y el equilibrio y control de sus instituciones.

Hoy luchamos por lo mismo que lucharon quienes hace 200 años nos independizaron: la República. Para muchos, no está clara la diferencia entre ella y la “Patria”. Quizás, para no entrar en complejidades, la manera más fácil de explicarlo sería señalar que en una República, a diferencia de una Patria, cada persona no es solo un habitante, sino un ciudadano libre, con derechos y responsabilidades.

Y con papel higiénico, también.

Miguel Velarde