(Caracas. 20/01/2021) Decía Ayn Rand que «se puede ignorar la realidad, pero no se pueden ignorar las consecuencias de ignorar la realidad». En Venezuela nada ha cambiado. Al menos no desde la lógica del régimen criminal que usurpa el poder en nuestro país ni en sus intenciones. Tampoco en lo que es y su naturaleza, ni en sus relaciones y alianzas ideológicas. Desde luego que, desde la dimensión humana, la situación empeora y cada día que pasa se traduce en mayor sufrimiento, pero quienes han provocado ese dolor siguen con su misma pretensión y sus mismas prácticas socialistas, aunque más debilitados debido a acciones en su contra, en el orden de la justicia, de las finanzas y de la inteligencia que, como nunca, nos hicieron avanzar mucho.
Esto pareciera de Perogrullo, pero la realidad obliga a recordarlo, sobre todo ahora que se nos pretende vender una operación normalizadora que tiene muchas aristas y que, entre otras cosas, busca «normalizar» la muerte y la destrucción de un país bajo el espejismo de que todo mejorará. Esa «normalización» quiere hacernos creer que hay una apertura económica en Venezuela, que habrá crecimiento de la economía, que se privatizarán empresas expropiadas por el mismo régimen que hoy hace creer que hay un viraje, en un país donde no hay ley ni estado de derecho. Pretenden llamar «normalización» al reparto entre amigos de un botín saqueado, para seguir exprimiéndolo mientras los venezolanos mueren de mengua.
Pero esto no se queda sólo en lo económico. También quiere ser llevado a lo político, al decirnos que no hay nada más que hacer, sino aceptar unas nuevas reglas de convivencia, en la que, frente al fracaso de todo lo que se ha hecho, lo que queda es pensar en la opción electoral y presionar alrededor de ella, olvidándose de que lo que usurpa el poder en Venezuela es un régimen criminal cuya vocación se hizo inmune a los mecanismos de la política convencional y de la democracia. El primer auspiciador de esa «normalización» es el señor Zapatero, quien como observador de la farsa electoral de diciembre pasado ya hablaba de que eso era lo que venía: diálogo y normalidad. Tan normal quieren hacer verlo, que ya ni se habla de “cese de la usurpación”.
Esto viene acrecentado con el cambio de administración en los Estados Unidos, el cual ya es percibido -y con razones de sobra- como un retroceso frente a una política de presión y fuerza en escalada que se vio en los cuatros años de la administración Trump y que ahora, con la administración Biden, buscará explorar mecanismos menos invasivos y más abiertos al diálogo, dándole una nueva oportunidad al régimen de mostrar una buena fe que claramente no tiene y con lo que se ha burlado de medio mundo en más de 13 farsas de diálogo.
La lógica alrededor de esto es que, ante un eventual cambio de enfoque hacia Venezuela desde los Estados Unidos, también debe cambiar el enfoque con el que se lucha en nuestro país. A esto se suma el hecho de que supuestamente fracasó la estrategia de la máxima presión y de la fuerza y que, por lo tanto, hay que reorientar la estrategia. Resulta curioso que muchos de los que afirman eso y que están en la oposición tradicional, lo hacen olvidando que ellos tienen 20 años intentando las mismas cosas que sólo han servido para fortalecer al régimen a través de farsas de todo tipo, entre supuestos diálogos y elecciones. Antes que reconocer eso, prefieren achacarle la responsabilidad a una ruta incipiente, con errores de interlocución y de ejecución, pero correcta en su diagnóstico y en acciones que comenzaron a dar sus resultados y que pusieron en aprietos al financiamiento y la operatividad criminal del régimen y sus aliados.
Debemos recordar que estamos en guerra. Esto no es una afirmación a la ligera y tampoco tiene que ver con una premisa académica, no porque no cumplamos con las características que un conflicto supone, sino que muchas veces los conceptos son camisas de fuerza que dificultan o retrasan la comprensión de una realidad que nos supera todo el tiempo. Es una guerra no convencional, asimétrica y que contempla muchas dinámicas que escapan de la explicación tradicional de lo que una guerra es, sobre todo porque se juega en el plano de la mente y del uso de mecanismos distintos a lo que la fuerza en el terreno supone. Así, la lógica de hacer política cambia por completo.
Partir de ese punto es clave para poder avanzar. El desmantelamiento institucional, la entrega de la soberanía y la naturaleza del régimen hacen incompatible cualquier salida política convencional de éste, porque simplemente Venezuela no lidia con políticos, sino con criminales. Los venezolanos han intentado absolutamente todo lo democrático y humanamente posible: protestas, marchas, elecciones y hasta diálogos, estos dos últimos convertidos en farsas que sólo dan tiempo y oxígeno al régimen. No es suficiente.
Esto es difícil asumirlo para quienes vemos la democracia como el modelo en el que aspiramos vivir y como los valores y convicciones bajo los que hemos sido formados. Sin embargo, mientras más tarde se asuma, más altos serán los costos y más graves las consecuencias. Esto no es un asunto de condiciones aceptables que permitan una elección, sino un asunto de hacer todo aquello cónsono con la naturaleza del régimen para obligarlo a dejar el poder y dejarnos decidir nuestro destino. El enfoque es muy distinto. Es hora de dejar de lado las falsas premisas con las que la comunidad internacional pretende obviar la única opción posible que queda: el uso de más presión y de la fuerza. Es hora de dejar de utilizar la premisa de que actuar significa riesgo de violencia, porque mientras no se actúe es precisamente la violencia la que nos matará, por mucha normalidad que nos vendan. También es momento de dejar de lado la premisa de que actuar es muy costoso, cuando precisamente lo costoso está siendo no actuar en un país que se desangra.
Es la fuerza lo único que permitiría la construcción de una amenaza creíble que haga ceder al régimen e incluso derrotarlo, al igual que a sus socios criminales e ideológicos. Las soluciones políticas, como las negociaciones reales, sólo tendrán lugar cuando el régimen criminal, acorralado y rendido, esté dispuesto a hablar de las condiciones de su salida, pero nunca mientras utilice la política como fachada para permanecer en el poder.
Mientras la política dentro y fuera de Venezuela insista en utilizar las herramientas democráticas para evadir la naturaleza del régimen y desafiarlo, la sociedad venezolana seguirá sometida a distracciones y destrucciones que inhiben su liberación y el régimen seguirá ganando la guerra en el plano de la mente. El liderazgo que hoy requiere Venezuela no es un liderazgo electoralista, sino estadista, que convenza y alinee al mundo en la urgencia de actuar y, sobre todo, de hacer que la comunidad internacional no cometa su recurrente error: llegar muy tarde. Los liderazgos que hoy requiere Venezuela no son aquellos que sueñan con un cargo que, bajo la sombra de un régimen enquistado, apenas pueda pagar nómina y hacer trabajo de ornamento en las ciudades y estados cuando mucho, sino aquellos que aspiran al poder, pero el poder de verdad, el que se utiliza para transformar y cambiar radicalmente el modelo de país que aspiramos.
De ahí que sean tan importantes los valores y las convicciones que de esos valores derivan. Eso es lo que hace tener posiciones firmes, que no se distraen con cantos de sirena, que no se dejan llevar por el hambre del cargo y que, por el contrario, saben distinguirla del hambre de poder transformativo. Eso me recuerda a la frase de William Penn que decía que «lo correcto es correcto, incluso si todos están en contra. Y lo incorrecto es incorrecto, incluso si todos están a favor.» Ese es nuestro reto y, sobre todo, nuestra responsabilidad. La teoría de los espacios ocupados como mecanismo de lucha se ha intentado en vano, porque el régimen ya es inmune a esas cosas. Más bien, lo que ha terminado pasando es que la lucha desde adentro ha terminado convirtiendo a muchos de quienes luchan en parte del sistema. Eso en nada nos libera. La política sin valores es política sin valor.
Necesariamente se requiere una nueva forma de organización en la sociedad, en sus bases., sin olvidarnos de que luchamos por liberar a Venezuela y llegar al poder. Y es que, hoy, llegar al poder sólo será resultado de desmantelar al régimen, no de cohabitar con él ni bajo sus reglas. Esa forma de organización, entre la solidaridad y la lucha, debe ser lo suficientemente fuerte como para propiciar, en conjunto con un liderazgo sólido que persuada a la comunidad internacional de actuar correctamente, la alineación que tenga como resultado una presión sostenida y directa contra el régimen, con muchas acciones que las que se han visto y que han sido necesarias. Sólo así ganaremos.
Pedro Urruchurtu
Coordinador de Asuntos Internacionales de Vente Venezuela y Vicepresidente de la Red Liberal de América Latina (RELIAL).