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Sempiterno  problema venezolano, parecía  y sólo parecía definitivamente resuelto con el artículo 132 de la Constitución de 1961, además de la insurrección literalmente armada que hubo que derrotar en la década para estabilizar la democracia representativa, abriendo el camino hacia una no menos definitiva pacificación.

La distinción entre civilismo y militarismo cobró nuevos bríos en el siglo presente, burlado el artículo 328 de la Constitución  de 1999, pretendidamente resuelta la contradicción a través de la yunta cívico-militar a la que apeló el socialismo incapaz de invocar y menos, explicar la alianza obrero y campesina de acuerdo al consabido libreto.

Indócil y soterrada, la generalizada mentalidad militarista transmutó en un proyecto corporativo que adquirió consistencia con el Plan Andrés Bello, a partir de los años setenta, según los expertos, ganando el asunto otra perspectiva.

Ya no versamos sobre el recurrente alzamiento en armas para que una afortunada individualidad se prolongue en el poder, sino del predominio permanente de las bayonetas que lo deciden y administran para salvaguardar y perfeccionar sus particulares intereses, hallando en el socialismo la inmejorable fórmula para realizarlos al conquistar los espacios económicos que escapan de la especialidad.

Todavía en maceración, las ciencias sociales en torno a la específica materia, hubo el intento de conjugar ambos términos e, ingenuamente, un líder de opinión (ahora tildado de “influencer”), como  Ángel Mancera Galletti, al abrir una compilación de sus artículos, aseguraba que “el militarismo constituye un cuerpo de profesionales dentro de la órbita constitucional, para la defensa de sus instituciones” y “el civilismo recuerda siempre los deberes y derechos de la Nación”. Siendo el militarismo  “una consecuencia de esas directrices”, distanciándose del personalismo (“Civilismo y militarismo”: Imprenta López, Caracas – Buenos Aires, 1960: 11 s.). Ahora, en el terreno de las relaciones civiles y militares, el tema cobra otras y más decididas significaciones con la tesis laswelliana del Estado Cuartel, como las de  la civilidad y la militaridad.

El importante esfuerzo teórico que nos ha servido de soporte para las posturas parlamentarias esgrimidas en los últimos años, siendo necesario afrontar una realidad completamente inédita, tiene un hito con la interpretación hecha por José Alberto Olivar respecto al discurso pronunciado el 5 de julio de 2014 por Vladimir Padrino, quien – nada casual – aún ejerce el ministerio de la Defensa, en un texto incorporado a “El Estado Cuartel en Venezuela: Radiografía de un proyecto totalitario”, con dos ediciones a cuestas (Negro Sobre Blanco, en 2016, y Universidad Metropolitana, 2018). Por entonces, teniendo por marco el uso desmedido de la fuerza en un año de enlutamiento del país,  quedó sellado el nuevo pacto de distribución interna del poder, redoblados los esfuerzos de una auto-legitimación que vaciaba a la entidad castrense de todo sentido institucional.

Valga la paradoja, el gomecismo – surgido de las montoneras – echó las bases de la institucionalización de las Fuerzas Armadas Nacionales que luego sobrevivieron a quienes también gobernaron en su nombre, pero el Estado Cuartel – hipótesis en plena comprobación – ha de disolverlas en la dramática tarea de su propia subsistencia, ligando su suerte a la del socialismo que lo levantó y convirtió en una suerte de póliza de seguro.

De convenirlo como un proyecto corporativo que sólo podría comprometer a los altos mandos militares, por razones enteramente generacionales, es demasiado evidente el fracaso,  y únicamente – escenarios complementarios – queda rectificar, reivindicando el carácter institucional, el de la especialidad y profesión, forzada una transición; o, desaparecer, bajo el peso de los comisarios políticos que explotarán unas siglas, comprometiendo  lo quede del país con los intereses geopolíticos y geoestratégicos que, allende los mares, hallaron en Venezuela una formidable palanca.