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No hay revolución sin enemigo externo y traidor doméstico; sin arremetidas extranjeras, imperialistas, sin contrarrevolucionarios, sin sabotajes orquestados y magnicidios de película.

El tonelaje de amenazas, insultos y acusaciones falaces y/o revisionistas desde el más alto nivel prometían abatir no solamente a adversarios e inconformes sino hasta a los reservados, a todo aquel que hubiese participado en lo que debería ser venerable en una sociedad: inversión, creación, trabajo, constancia, innovación, producción y ganancias.  Hasta creer en sí mismo con el individualismo implícito, la meritocracia, el potencial personal y autonomía eran infracciones revolucionarias definidas como—burguesas, capitalistas, escuálidas, pitiyanquis, vende-patria y paro de contar.

Ante la promesa de la erradicación de todo orden establecido a cambio de una autocracia populista y mesiánica que impone una maquinaria estatal colectivista alimentada por la abundancia petrolera, era menester que todo venezolano pensante calculara el futuro inmediato, de inmediato. Las opciones era someterse o huir. Pero un porcentaje de la oposición no optó ni por lo uno ni por lo otro, sino todo lo contrario. Ese porcentaje ha pagado un alto costo no solamente por el entendido menoscabo de su seguridad y libertad personal sino por el obstruccionismo del otro porcentaje de la oposición que solo se puede considerar como colaboracionista.  El caso en un extremo de este fenómeno tenemos personajes como Arias Cárdenas, golpista originario cuyos saltos de talanquera son tan ruines por hipocresía y conveniencia que no se merece un examen exhaustivo y si acaso el desprecio de todo venezolano que se considere decente.  Lo siguen personajes grises como Ricardo Sánchez, una subespecie manada del pantano político cuya limitada capacidad intelectual no le evita ser colocado en el ranking de los despreciables intrigantes que vendieron sus anunciadísimas convicciones por unas monedas de plata.  Luego vienen pesos pesados de la manipulación y el arribismo como Oscar Schemel y Luis Vicente León que se merecen examen exhaustivo e individualizado porque sus duplicidades bordean lo novelesco. Son lo que Ayn Rand definía como intelectuales fallidos que han traicionado sus campos de experticia descendiendo y poniéndose al servicio del demonio cuando todo arde, y erguiéndose a nivel de los ángeles cuando sopla la primera brisa, (o viceversa). Son quienes han fijado los estándares morales que le han facilitado al régimen argumentos para justificar lo injustificable y concluir tantas aberraciones vergonzosas que atentan contra la libertad, la legalidad, la moralidad republicana e incluso integridad humana. El comunismo y el fascismo (y hasta las teocracias) colapsarían por el peso de su propia perversidad si personajes como éstos no vinieran a auxiliarlos.  

La oposición ha sido el blanco de acusaciones infundadas, persecuciones, acosos, encarcelamientos y expatriaciones forzadas. Lejos de ser detractores o antagonistas, son expresamente señalados como enemigos del gobierno y su revolución que ha invertido fortunas manipulando matrices de opinión, en campañas de descrédito mediáticas y publicitarias, pero también han sido tratados como enemigos del Estado, un Estado que sin ningún decoro ha enfilado organismos hipotéticamente autónomos –como el poder legislativo y el judicial—para anularlos. La Asamblea Nacional ha permitido la violación de la normativa constitucional y los Tribunales de la República, desde la Corte Suprema hasta las provisionales, han apoyando CUALQUIER medida –por inconstitucional que sea—para encarcelar, perseguir, atropellar y violarle sus derechos a la oposición no por sus yerros sino por sus posiciones políticas. Al tiempo, la llamada “justicia” venezolana ha negado o invalidado TODO recurso que tienda a pedir recato o respeto por los derechos de los opositores.  

Tan brutal han sido los ataques que incluyen amenazas y agresiones impunes de comandos urbanos paramilitares, mercenarios que cual tribunal sumario Ad Hoc se han pronunciado en varias oportunidades sentenciando a personajes de oposición como objetivos estratégicos (político-militares), blancos justificados de amenazas, acosos, terrorismo, hasta de anunciados linchamientos o asesinatos.

 Esta inquina gubernamental e institucional, prolongada y sistemática contra un grupo opositor diverso y democrático pertenece a un contexto de absolutismo sea monárquico, fascista, comunista o teocrático. Este nivel de persecución encarnizada no la conoció ni el refranero asesino y magnicida frustrado. Cuando su por ahora por fin llegó al poder supremo, solo se había conocido persecución política en Venezuela con casos puntuales, individuales, contra periodistas y personalidades que provocaron la ira o enturbiaron la turbia reputación de algún presidente. En tiempos de dictadura y si acaso en tiempos de guerra por la independencia se contemplaron persecuciones y venganzas encarnizadas a grupos y dejaron heridas abiertas por generaciones. Heridas antiguas vueltas cicatrices grotescas y perpetuas.

@vozclama