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Las revoluciones tienen una característica fundamental, inherente a su naturaleza disruptiva y negadora de todo lo existente: la inconsistencia de su rumbo, y en especial de las herramientas que usa para alcanzarlo. Desde la degeneración de la Revolución Francesa en el Reino del Terror de Robespierre hasta el revisionismo de la Nueva Política Económica de Lenin en medio de la consolidación del proceso soviético, prácticamente todas las revoluciones se han desarrollado entre vaivenes radicalistas y revisionistas que evitan una normalización sostenible.

Acercándonos un poco más a nuestra propia historia, bastaría analizar la revolución independentista para observar como toda herramienta política y económica fue válida para alcanzar la libertad. Desde los reiterados giros entre centralismo y federalismo, los enfrentamientos a lo interno de los grupos de poder revolucionarios y los cambios constantes tanto de estrategia como de táctica marcaron uno de los procesos más caóticos en la historia política latinoamericana.

Resulta lógico que, al verlo desde el punto de vista histórico, un proceso basado en aquella frase célebre de o inventamos o erramos del maestro Rodríguez no pueda alcanzar una normalidad mínima, creando con esto una subsecuente incapacidad de asumir acuerdos que pudieran limitar su rango de acción o invención. Desde su llegada al poder en 1999, la Revolución Bolivariana no solo ha cambiado desde las políticas públicas que aplicaba hasta su base ideológica, sino su propio nombre al asumir en 2007 la marca de Revolución Socialista.

El mejor exponente de ese proceso continuo de transformación es el periodo de rectificación tras los sucesos de Abril de 2002, donde una voluntad de reconciliación, perdón y negociación parecía dominar el proceso y a su líder fundamental, tras aquel discurso del cristo en la mano. No pasaron ni seis meses para que, al sentirse en capacidad de volver a retomar la ofensiva, la confrontación volviera a tomar el protagonismo como praxis revolucionaria de Chávez y compañía.

Tal como lo admitieron prominentes líderes e ideólogos del proceso bolivariano, desde Nicmer Evans hasta William Lara, aquella moderación fue una táctica para permitir la acumulación de fuerzas suficientes para retomar la ofensiva política contra los enemigos de la revolución, o lo que es lo mismo para ellos, de la patria. Esto, junto a la continua improvisación característica de la vanguardia bolivariana, hace evidente la incapacidad, o más bien la falta de voluntad de asumir compromisos duraderos.

Con todo esto claro cabría preguntarnos ¿vamos a negociar con esos que no solo son incapaces, sino contrarios a la idea de asumir rectificaciones o acuerdos que limiten su absoluta discrecionalidad? La respuesta es más que clara, pues ante un proceso que no puede ser apaciguado no podemos pretender una negociación o diálogo vacío y vano, sino la acumulación de fuerzas suficientes para construir una nueva referencia política que enfrente frontalmente al socialismo bolivariano, y en última instancia pueda derrotarlo.

Esto pasa por asumir dos premisas claras: una verdadera identidad ideológica que no intente imitar banderas o mitos oficialistas, sino que asuma los propios que sabe correctos; y una voluntad clara de asumir las responsabilidades que conlleva tomar una postura clara y frontal ante un proceso que niega a toda aquella fuerza o estructura que rompa con las posturas sumisa o dialogantes, pues se sabe débil ante una verdadera fuerza coherente que rechace un reacomodo en favor de un verdadero proyecto alternativo.

Las revoluciones no se moderan, se terminan. Si queremos rescatar nuestra nación del colapso al que se dirige tenemos que cerrar el capítulo bolivariano para asumir las reformas que sabemos necesarias, para entrar de una vez por todas en el mundo del siglo XXI.

Twitter: @Daniel_Jose