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En la política, como en cualquier otra esfera de la acción humana, se ha dado en enunciar ciertas categorías (o imperativos categóricos, como diría Kant) para describir la naturaleza de aquellos elementos que la definen, abarcando así sus particularidades y especificidades. Para la moral, por ejemplo, existen las categorías de bueno y malo, para la estética lo bello y lo feo, lo propio para la economía con útil o inútil o lo consonante y disonante en la música. Pues, pese a que la política no es reductible a dos categorías (e intentar reducirla es incurrir en una tendencia totalitaria como Schmitt y su concepto del amigo-enemigo), existen determinados rasgos o condiciones en el ejercicio del poder político que le dan a cada gobierno una categoría descriptiva, un adjetivo, a fin de cuentas, un nombre según el modo en que éste ejerce, organiza y distribuye su poder. Desde tiempos inmemoriales ha existido una preocupación por saber qué tipo de gobierno es el que rige sobre una sociedad o comunidad dada, quiénes y cómo ocupan tal gobierno, y que características reúne.

Aristóteles, por allá en el 300 a.C, cuando la civilización apenas nacía, fue el primero en categorizar al gobierno en tres formas básicas, a las que llamó “puras”; éstas eran la monarquía, la aristocracia y la democracia, y sus correspondientes degeneraciones en tiranía, oligarquía y demagogia, respectivamente. Con el tiempo y el subsecuente desarrollo de nuevos mecanismos de poder, muchas otras formas de gobierno surgieron, creando todo un abanico de posibilidades a las que el devenir de la política se enfrenta. Entender ante qué forma de gobierno se encuentra el individuo, es de suma relevancia para dar cuenta del por qué un país se encuentra de determinada manera o el por qué sus instituciones operan de un cierto modo. Ignorar este factor, genera un extravío y un desprendimiento absoluto de la realidad fáctica que no solamente impide a los que no son gobierno desenvolver de forma efectiva su dinámica para acceder al poder, sino además hace del individuo alguien susceptible de manipulaciones por el gobierno en cuestión.

Por lo tanto, de cara al difuso y penoso curso que está teniendo la historia venezolana con el régimen imperante, conviene preguntarse, a ciencia cierta, ¿cuál es la categoría o tipología que mejor describe la aberración que existe por gobierno en Venezuela?, o lo que es lo mismo, ¿a qué nombre responde este gobierno? Responder a esta interrogante no ofrecerá una mera calificación nominal del régimen, sino que antes bien permite comprender su naturaleza y de esa forma encararlo con los mecanismos y procedimientos que aplican al caso, en lugar de emplear vías erráticas (como elecciones) que surgen de una concepción idealista sobre el sistema político venezolano. Para acertar con la descripción se hace lógico trascender los títulos de democracia o dictadura, pues entre ellos y sobre ellos emergen otras formas más precisas y adecuadas, advirtiendo que aquella común opinión de que el gobierno es una dictadura es una extrema simplificación que no basta en modo alguno para conceptuarlo.

De suerte que, al revisar en la teoría política las decenas de formas de gobierno que los intelectuales han formulado desde la Antigua Grecia hasta nuestros días, existe una en particular que encierra más que ninguna otra las características del gobierno de Maduro, esto es, el totalitarismo. ¿Qué no es el régimen actual sino uno basado en el control total de cada ámbito de la sociedad mediante el Estado?

Pues bien, el totalitarismo supone el ejercicio ilimitado del poder, sin que ninguna instancia regule las prerrogativas de los gobernantes, el dominio completo del Estado sobre los individuos al transformarlos en ‘masas’ dirigidas o movilizadas, el uso sistemático de la propaganda para alterar la percepción de los hechos, y el terror como instrumento esencial y cohesionador del sistema político (terror infundido por medio de la coacción o la amenaza de ésta), en virtud de lo cual, sin objeción alguna, puede aseverarse que en Venezuela se está en presencia de un genuino régimen totalitario.

Desde un poder ejecutivo que se ejerce mediante decretos de excepción, sin frenos ni contrapesos constitucionales, con una Asamblea Nacional reducida al simple carácter formal, privada de todas sus funciones de control político por efectos de un poder judicial que refrenda los abusos gubernamentales al mejor estilo de los ‘juristas del horror’ que Ingo Müller describió en la Alemania Nazi, pasando por funcionarios cuyos mandatos ya vencieron y que con el amparo del poder electoral decidieron no someterse a la soberanía popular, así como la existencia de un organismo que induce terror y que funge como policía política –el Sebin- persiguiendo a opositores tal y como lo hacían las SS de Hitler o la MVSN de Mussolini; un único partido que se fundió con la administración pública en un mismo cuerpo (los militantes del Psuv son empleados públicos y los empleados públicos son militantes del Psuv) y del que emanan exclusivamente las decisiones de gobierno, un monopolio mediático en manos del Estado que como una aguja hipodérmica inyecta propaganda dirigida y sin pausa, e incluyendo un modelo económico estatista y corporativista, que no admite la libre iniciativa; desde cualquier ángulo que pueda interpretarse, en Venezuela hay un totalitarismo de Estado.

Muchas de estas caracterizaciones politológicas del totalitarismo fueron magistralmente desarrolladas por la filósofa alemana de origen judío, Hannah Arendt, quien examinó el modelo totalitario-nazista de Alemania y dedujo de éste los mecanismos y elementos que prescribe esta forma de gobierno. En su análisis, Arendt encuentra en el antisemitismo y el imperialismo, el germen u origen del totalitarismo, pues de estos enclaves se hizo posible toda la construcción estructural del nazismo. Pudiera decirse que el totalitarismo fue la bestia negra del siglo XX, dado que ocasionó el estallido de la II Guerra Mundial y con ella más de 60 millones de muertes, así como otras 50 millones a la cuenta de Stalin en su propia versión comunista del totalitarismo, o las 70 millones de Mao Tse Tung. En España con Franco, en Portugal con Salazar, en Chile con Pinochet, en Cuba con Castro, en Camboya con Pol Pot, en Corea del Norte con Kim IL-sung, también se instauraron regímenes de orden totalitario, que dejaron a su paso -y en unos siguen dejando- muerte y miseria.

Hoy día, en pleno siglo XXI, los engendradores del ‘socialismo bolivariano’ han dado lugar a una reedición del totalitarismo, conservando sus elementos tradicionales, pero mutando en nuevas formas para sobrevivir disfrazado en un siglo que se supone es el de la democratización y la liberalización. En principio operaba el régimen como un modelo autoritario competitivo, es decir, acudía a procesos electorales, se legitimaba y luego ejercía arbitrariedades en el poder, no importando esto puesto que era la ‘voluntad del pueblo’. Ahora, cuando el ciclo político y las preferencias electorales no favorecen ni en lo más mínimo al régimen, éste se ha abierto a un modelo totalitario, que no compite electoralmente, y en cambio se anquilosa en el aparato estatal a través de artificios jurídicos y el sostenimiento del militarismo. Ergo, en el esfuerzo por describir al régimen, es posible ir todavía más allá y enmarcarlo en el plano del neototalitarismo, una nueva manifestación que, sin renunciar a ciertos aspectos básicos del totalitarismo estudiado por Arendt, dista un poco de éste y adopta novedosos artilugios para adecuarse a las condiciones sociológicas e institucionales del siglo XXI.

En conclusión, enfrentamos a un coloso, y no una mera dictadura, al sistema políticamente más complejo y complejizado que jamás haya conocido nuestro país, a un régimen perverso pero audaz, que elabora sus estratagemas y las aplica a antojo con su ingeniería social, infinitamente ineficiente en las políticas públicas, pero hartamente eficiente en la perpetuación de su dominio. Entendiendo esto, ha de entenderse en consecuencia que en el corto plazo no son las vías electorales las que ofrecen una salida, pues el control total descrito arriba tiene secuestrado el voto. Los cálculos políticos que formulan algunas élites para obtener pírricas cuotas de poder como gobernaciones o alcaldías (que al igual que la AN, el régimen las reduciría a la nada) son un intento estéril y muy nocivo para la aspiración de recuperar la república y la libertad. El extravío de las clases dirigentes tradicionales es notorio, al no ser si quiera capaces de llamar las cosas por su nombre. Sólo Vente Venezuela, en el análisis de la praxis política, ha sido capaz de llamar a Maduro y a su régimen por su nombre: un sistema totalitario, y así lo testifica cualquier discurso o mensaje de María Corina Machado y la bancada parlamentaria de nuestro partido. Sólo Vente ha tenido la osadía de identificar ante qué tipo de gobierno nos enfrentamos, pero entonces se nos ha catalogado de exagerados o desesperados. La lucha se pierde desde el momento en que no se sabe lo que se enfrenta. A las cosas se les dice lo que son, y el infame gobierno regente es un neototalitarismo.

Es el momento de avanzar con acciones contundentes, orientadas todas a la destitución y el desmontaje de este malversado Estado. Es el momento de que los civiles rescatemos el timón de nuestro destino, dejando a un lado las vacilaciones y haciendo de la ciudadanía la fuerza propulsora del tan anhelado cambio. Es preciso refundar las bases sobre las que se construyó la alianza democrática (si alguna vez tuvo bases) y redireccionarlas en función del momento histórico. No se puede combatir socialismo con más socialismo, ni populismo con mucho más populismo, es urgente irrumpir e insurgir en la política con nuevos valores y prácticas que derroten al personalismo, el caudillismo, el estatismo y el dirigismo propio del Estado venezolano. La MUD debe acordar una propuesta programática para salir de la crisis, que sea diametralmente opuesta al modelo vigente. El único diálogo viable es entre los factores democráticos para convenir de una vez por todas la disolución del régimen y los principios que tutelarán al nuevo gobierno de transición.