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(Los Teques. 12/11/2020) Sin rumbo. Abandonado a su suerte. Así se percibe de cerca y de lejos el estado Miranda. No muy distanciado de lo que ocurre en el país. Pero es lo que más de cerca percibo, porque es el estado en el que he desenvuelto mi vida justamente durante los últimos diecinueve años. El deterioro, si se analiza, se ha sido tal vez lento, sostenido, pero muy profundo.

Lo que se palpa más recientemente es una crisis agónica, una asfixia mortal, que no sólo atañe a la falta (falla continúa) más elemental de todos los servicios públicos sino a un resquebrajamiento físico, una moribundez indetenible, a menos que ocurra una transformación política y económica, un giro completo de timón que parece escaparse de las manos, siendo sinceros, ante el desconcierto generalizado y la falta de rumbo certero, de ganas y de coherencia, en la dura faena opositora por tomar el poder y darle un giro copernicano a este desastre diario que afecta a la ciudadanía.

Las protestas acrecen al ritmo que pautan las falencias en la atención pública de funcionarios rebasados en todo por la situación. No paramos diariamente de ver y escuchar, de sufrir, que los ambulatorios y hospitales carecen de lo mínimo para una atención de las más sencillas -oxígeno, por ejemplo; no digamos una ambulancia), que las cárceles y centros de retención son antros perversos, inhumanos, de atrocidades extremas, hasta la muerte; que la luz y el agua en su casi inexistencia por los conductos regulares impiden cualquier actividad vital (trabajo, sexo, descanso, recreación, alimentación-; que la ausencia de gas obliga a llenar de humo cada centro poblado en un retroceso a etapas decimonónicas, a leña pura, como indicó «oficialmente» uno de los militares más destacados del régimen criminal; que el humo se extingue con facilidad por la falta de alimentación que traspasa los niveles de lo creíble en una ruta hacia la desnutrición más generalizada que Venezuela haya conocido, especialmente en la población infantil. El piélago de calamidades se hace innumerable, interminable. Por eso se denomina oficialmente Emergencia Humanitaria Compleja.

Literalmente Miranda se derrumba ante nuestra mirada atónita -insisto en la seguridad de que todo el país transita por el derrumbe que no sólo resulta simbólico; es físico, literal. Huecos, fallas de borde que se llevan vías enteras o hacen definitiva o completamente intransitables rutas que fueron orgullo de las comunicaciones nacionales, derrumbes por doquier. Una desesperación que se revela a la hora de buscar dónde y cómo, con qué trapacería locuaz (incluye billetes verdes, desde luego) conseguir algo de combustible sin librarse de las colas interminables, cansonas, obstinantes. Del transporte público no mucho más que decir. El retroceso se hace formidable, sumado a la falta de efectivo ¿Vivir? No. Estado permanente de sobrevivencia.

Y, encima, se acogota a la ciudadanía con letanías politiqueras de llamados a votar por todos lados, para incrementar el tormento y la agonía diaria. Votar por desconocidos, por segundones de sátrapas, pagados para decir que son opositores, como si la gente sufriera de pronto un ataque de confusión y se sustenta fácilmente de la golpeadora realidad para caer en el ensueño de las cantinelas electorales plenas de mediocridad y embuste.

Salir de esto implica un revolcón inmediato, lo más inmediato posible y un reacomodo de todo. Luce pesado, pero no se percibe alternativa distinta para un enfoque que implique retomar la vida «normal». Miranda y Venezuela merecen que prosigamos la lucha hasta lograrlo.

William Anseume