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Siempre es bueno volver al ruedo de la escritura. Después de una pausa necesaria y muy reflexiva, vuelven los análisis de una realidad que, como digo yo, tiene más respuestas que preguntas.

Hoy, nadie podría dudar que Venezuela es el mejor país del mundo por múltiples razones: paisajes envidiables, comida incomparable, clima cautivador, posición privilegiada, en fin. Todo aquello de lo que estamos seguros no sólo porque lo hemos visto sino porque también nos lo han dicho.

Pero, ¿y si pensamos por un momento en esa Venezuela que nadie ve? Por un momento podríamos decir que hay muchas cosas de nuestro país que no vemos, pero quiero detenerme quizá en las peores; esas que han hecho de Venezuela todo menos ese paraíso del que aún hablamos con orgullo.

Nuestra nación es otra. Es totalmente gris, totalmente esquiva, es prácticamente oscura y sin rostros de alegría. Es un país donde la supervivencia se comió la amabilidad, donde la vida próspera se convirtió en la miseria del subsistir. Si alguien me preguntara hoy como siento a Venezuela, le respondería que la siento agonizante, viendo de qué valerse para al menos sostenerse como país.

No es que la calidad de vida se ha venido a menos; es que sencillamente no hay calidad de vida. Toques de queda voluntarios, horas en colas por el “no sé qué llegue hoy pero algo llegará”, pacas de dinero que son más útiles forrando paredes que comprando algo, crimen desatado y su paranoia desatada. No hay ni el más mínimo indicio de paz, sólo reina el miedo, la incertidumbre permanente, el ruido de los rumores, la desesperanza que se esconde tras el “esto tiene que cambiar”, y, como ya lo he dicho, la bala o el avión que son destinos finales en todo sentido.

De un lado, tenemos la crisis más terrible que podamos haber vivido. Las vidas se pierden a ritmos acelerados, el hambre llega como el inquilino de turno, el país está paralizado entre la voluntad de destrucción de unos pocos y el deseo de cambio de muchos. La región se tambalea entre la corrupción y los pecados de los sospechosos de siempre, la dirigencia de nuestro país debate cómo salir de la tragedia, pero no pareciera tener apuro, salvo contadas excepciones que entienden la urgencia de cambiar. Suponemos que tenemos una mayoría arrolladora, que en realidad ha sido arrollada desde el primer día, y sólo algunos piensan en la mejor vía para acomodarse en el poder, como si algo de eso fuese a quedad en este país arruinado.

Ni hablar de la brecha que existe entre nosotros, como intento de país viendo cómo garantizar lo mínimo para la subsistencia, y otras naciones que dan por sentadas cosas que nosotros creíamos superadas y hoy nos hunden. Nos están alejando no sólo en kilómetros, sino en años, personas, desarrollo y oportunidades. Nos están condenando al pasado en un mundo que sólo tiene ojos para el futuro y que hasta países como Cuba lo entendieron.

Fuera de nuestras fronteras abundan los rostros venezolanos que han tocado el éxito tras mucho sacrificio. La diferencia es que el sacrificio, para ellos, tenía un horizonte vistoso; aquí el sacrificio huele a inmolación. A veces da dolor ver cómo quienes quisieron darlo todo por este país no tuvieron más remedio que darlo afuera, sirviendo a otra nación, encabezando grandes o pequeñas posiciones, pero con el orgullo de decir que son venezolanos.

Muchos dicen de esos venezolanos que se han ido, desde hace mucho o hace poco, que abandonaron el país. Lo cierto es que muchos concuerdan en que no fueron ellos los que abandonaron Venezuela, sino que fue Venezuela quien los abandonó a ellos. Y pensando detenidamente, ciertamente ese país despampanante y colorido nos ha abandonado a todos, se esfumó, dejando su cara más vil y deprimida, transformando a la gente en lo que no era y haciendo más resistentes que nunca a los que se niegan a cambiar.

Sí, podríamos decir que Venezuela aún tiene mucho para dar. Emprendedores por doquier, soñadores del día a día, vencedores de barreras, héroes anónimos. El asunto es que cada vez puede resultar cuesta arriba lo bueno, cuando lo malo es lo que acecha y lo que se premia. Quienes se han quedado, en un ejercicio firme de valentía, saben que eso es meritorio y que tiene su recompensa, porque en el fondo añoran una Venezuela que conocieron o que alguna vez quisieran conocer.

Estemos afuera o adentro, todos sabemos que hay una Venezuela que nos abandonó. Ese país que nos dejó solos ciertamente lo hizo no porque quería sino porque en eso lo convirtieron. El objetivo era ese: hacernos sentir ajenos, distantes, abandonados. Pero a la vez buscaban doblegarnos, hacernos sumisos y obedientes. El punto no es si lo lograron o no; el punto es que discutir eso a esta altura del juego es seguir dándoles la razón.

El reto supone ser aún mayor que toda esta gris verdad. El reto supone encontrar a esa Venezuela que nos dejó y hacer que la actual se vaya lejos. Para lograr eso, nos necesitamos todos; desde quien vive en el rincón más inhóspito del país hasta quien está en la ciudad más desarrollada del mundo. No es más valioso el que se fue o el que se quedó; no es más cobarde el que prefirió buscar otras oportunidades que el que siguió creyendo que Venezuela era la oportunidad. Todos somos necesarios, todos somos útiles, tarde o temprano. Al final, todos queremos a la Venezuela que nos abandonó.

@Urruchurtu