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Hay situaciones que pasan inadvertidas, ocupados todos en sobrevivirle a Maduro Moros y asociados. Una de ellas, el fallido intento de su gobierno por conmover al país con la reciente muerte de Fidel Castro, urgido de una campaña de distracción frente a las más rudas exigencias de la crisis que generó e, irresponsablemente, agrava;  u otra, más distante de la común cotidianidad, como es la pretensión de reformar el Reglamento Interior y de Debates de la Asamblea Nación (RIDAN), acaso, como un gesto de buena voluntad hacia un oficialismo que nunca lo ha tenido, ni siquiera con el país.

Partiendo de 1830, la tradición reglamentaria en la materia garantizó la libre participación en los debates del Congreso y de sus cámaras, con los bemoles naturales de cada etapa histórica. Por minoritaria que fuese una corriente, la sola membresía garantizaba la posibilidad de intervenir en toda la vida parlamentaria, por más que las fuerzas predominantes pactaran la escena.

Además, antes del presente siglo, independientemente de toda adscripción política e ideológica, hubo senadores y diputados solitarios y hasta rebeldes en relación a sus bancadas de origen, que gozaron de todo el respeto y la consideración que la investidura imponía. Excepto las estratagemas más burdas para prolongar y complicar una discusión, recibiendo una eficaz sanción moral, alguna vicisitud dispar llevaba a la negociación y a moderación, por ejemplo, tratándose de una solicitud y extensión del derecho reconocido de palabra, como libérrimamente se podía hacer aún fuera de las directrices del grupo  de pertenencia: siendo el parlamento, por definición, un proceso constante de composición política, hubo una mayor capacidad de manejar y asimilar sus disrupciones.

El siglo XXI nos ofrece una versión muy contraria a la tradición republicana que logramos construir, con todos sus yerros y contradicciones, pues, abultados los tropiezos en el primer período legislativo (2000-2006), controlada hegemónicamente la cámara por el gobierno (2005-2011), el RIDAN hoy vigente fue ordenado, revisado e impuesto por Chávez Frías en el intento de sojuzgar a la oposición que reingresó a la instancia (2011-2015), procurando impedir toda polémica institucional; y, acotemos, acentuando las prerrogativas de una junta directiva que tienen por origen la propia Constituyente de 1999, bajo la presidencia de Luis Miquilena, para despecho y resignación de quienes la integraron.

Recordemos, así fuese una minoría demasiado relevante en la Asamblea Nacional, era extremadamente reducido el cupo para los oradores de la oposición y generoso para los del gobierno que, faltando poco, aplaudían cualesquiera espectáculos o saraos que abultara las sesiones plenarias, o en nada debían interesarse por la recta administración de la institución, por convicción e ignorancia, subestimada.

El nuevo período legislativo (2016-2021), por cierto, susceptible de una curiosa transacción política que inconstitucionalmente lo acorte, mediante unas elecciones generales, o, definitivamente, lo cancele para perfeccionar el golpe de Estado, se ha iniciado con el RIDAN de Chávez Frías. Obviamente, el oficialismo ha recibido una buena dosis de su  propia medicina y, aunque públicamente callan, nos hemos enterados de las conversaciones privadas que tienden hacia una efectiva modificación normativa, cuando no se ha tratado de algunas y muy concretas diligencias realizadas en el marco de la llamada mesa de diálogo.

En principio, estaríamos de acuerdo – por llamarlo de alguna manera – con la democratización del REDIN, sobre todo porque ocupamos una curul minoritaria en la bancada mayoritaria de la oposición, sujetos a una disciplina que favorece a los partidos que la dominan, deseando contar con mecanismos o recursos que, por lo menos, fuercen a una necesaria consulta o hagan constar nuestras posturas disidentes, como ocurrió con la negación del diferimiento de la discusión y decisión sobre la responsabilidad política presidencial en el quebrantamiento del orden constitucional. No obstante, valga la paradoja que apunta al interior de la oposición misma, urgida de democratizar, la actualización del RIDAN que modestamente lo acerque a las normas que caracterizaron al otrora parlamento bicameral, profundizaría los esfuerzos de sabotaje de la bancada oficialista ya emprendidos.

Por consiguiente, aunque luce indispensable evaluar y corregir el curso de la bancada democrática para que real y palpablemente se gane el adjetivo, resulta inconveniente y contraproducente una reforma legal, pues, por su naturaleza, el RIDAN ostenta tan particular jerarquía, facilitándole al gobierno el trabajo de complotar a la Asamblea Nacional. Y, en todo caso, la iniciativa nunca puede entenderse como un derecho adquirido del denominado G-3 o G-4, rara nomenclatura para el ciudadano común que, exactamente, un año atrás nos dio un claro mandato a los diputados: la transición democrática.

@LuisBarraganJ