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De Weber a estos días, el oficio político cuenta con una importante y sólida definición, aunque jamás ha de perder esa capacidad de innovación que reclama constantemente el específico, cambiante y complejo contexto que lo explica y legitima. Si no fuese así, a lo sumo, quedaría como un mero ejercicio académico y quizá una de las bellas artes.

Natural, pero no tan obvio como parece,  el desempeño obliga a las llamadas políticas públicas, cuya consideración es, a todo evento, ineludible por más que el dirigente se especialice en otras facetas típicamente partidistas, gremiales o vecinales, convertido en un movilizador nato, un orador consumado o un propagandista que raya en la excelencia publicitaria. No se le entiende absolutamente despreocupado por la suerte económica del país o de la localidad que representa, las leyes u ordenanzas tramitadas, o el presupuesto universitario, por citar algunos ejemplos.

El abanico de materias es extenso y, desde siempre, ha de cultivar dos o tres, arribando a la subespecialización, según el caso, dispuesto a interesarse por otras áreas, que le permita al grupo de adscripción contar con una vocería segura y confiable en torno a determinados problemas y asuntos de interés común. Claro, yendo hacia una sociedad ágrafa, diferente a la de la información y el conocimiento estratégico, como ocurre con el tal socialismo del siglo XXI, el dirigente no saldrá – orgulloso – de las hormas infelices de la burocracia, las relaciones públicas y la agitación sin sentido, dependiente del flash mediático.

Recordamos que, a finales de los 50 y principios de los 60 del XX, la prensa registraba la creciente preocupación por el tema petrolero de quienes, en su momento, no gozaban del reconocimiento, prestigio y posiciones políticas que, pacientemente, con los años, alcanzaron. Artículos de opinión de Leonardo Montiel Ortega o Arturo Hernández Grisanti, a guisa de ilustración, en tiempos que el tema lo capitalizaba Juan Pablo Pérez Alfonzo y el mismo Rómulo Betancourt, avisaban de un interés y de una inquietud que más tarde se tradujo en todo un testimonio de servicio al país, independientemente del (des) acuerdo suscitado por sus planteamientos.

Montiel Ortega pertenecía a URD, una organización que después se debilitó, fundando su propia casa con Morena, o Hernández Grisanti militaba en AD que también se hizo escuela de promoción de especialistas convincentemente comprometidos con el ejercicio real de la política, como sucedió simultáneamente con Humberto Calderón Berti en Copei o Alí Rodríguez Araque, quien había trajinado la insurrección armada.   Nada casual que, desde 1999, esta experiencia y aporte del modo venezolano de concebir y hacer la política, por llamarlo de alguna manera, haya desaparecido para reafirmar una era: la del analfabetismo funcional que no logra solventar la consigna y un estudio de televisión.

@LuisBarraganJ