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Una mañana cualquiera de esta Venezuela tan diferente, en una “camionetica”. Gente rumbo a su trabajo o a estudiar, gente que viene con un par de bolsas (tal vez más) de cualquier establecimiento donde le venden su cuota semanal de supervivencia y “dignidad”, gente que se baja en búsqueda de lo mismo, pero todos con el mismo testimonio; todos son cómplices, todos han caído en la misma tragedia.

Resulta escalofriante saber que en las anécdotas de hoy en día, de este país, lo único que se recogen son testimonios de ilegalidad, de clandestinidad, de silencio pero de necesidad. Todos tienen algo que decir: unos tienen a quienes les pagan “100 bolívares” para que les vendan fuera del día de su terminal de cédula; otros tienen dos o tres cédulas; algunos no tienen pudor en decir que duermen, comen y viven en una cola; un grupo afirma que ha llegado a los golpes; una gran mayoría sostiene que ha “metido reposos” o se escapa temprano del trabajo para poder comprar; muchos tienen a sus hijos o nietos que, estudiando aún en el bachillerato, ya son padres y, además, están sometidos a mostrar el eco o la partida de nacimiento para poder comprar pañales; todos, absolutamente todos, comparten la misma realidad y viven la misma odisea. Todos son hijos del socialismo del siglo XXI.

Eso somos hoy. Somos más que un país distraído y destruido. Somos un velo de ilegalidad por doquier, porque prácticamente hasta para sobrevivir debemos recurrir a lo clandestino, a lo prohibido, a lo secreto. Pareciera que la vida se nos volvió eso: un acto de valentía al tener que conseguir cosas esenciales que por vías normales jamás llegan. Pero claro, jamás podremos conseguirlas por las vías normales porque simplemente no somos un país normal. Nos volvieron, además, la tierra de la anormalidad y lo asumimos así.

Lo cierto es que llámele como le llame, todo modelo que pregona el socialismo  o el comunismo deriva en lo mismo: en la escasez, en la miseria y en el rebusque. Siempre tendremos necesidades y siempre buscaremos satisfacerlas. Mientras algo esté prohibido, más lucharemos por conseguirlo, porque la libertad siempre busca formas de manifestarse, busca maneras de existir, porque es inherente a nosotros.

Somos un país de mercados negros. Precisamente, la falta de transparencia y de libertades hace que no haya más opción sino recurrir a lo que se esconde, lo que se trafica, lo que se revende. Es como un círculo vicioso, una cadena de supervivencia aunque otros se crean con el derecho de someternos y decirnos cómo hay que vivir. Al final, todos nos volvemos “delincuentes” al tener que recurrir a lo que no está permitido para podernos permitir vivir. Pero además, la malévola mente de quienes gobiernan hace que todo sea así para que olvidemos que todo es culpa de ellos, que sin ellos éramos felices, que sin ellos estaríamos mil veces mejor. Que sin ellos seríamos más nosotros y menos su capricho.

Si ese era su objetivo, lo lograron a cabalidad. Nos han vuelto una sociedad condenada a la miseria para poder subsistir. Nos han hecho adictos a lo que antes era un problema menor. Ahora todos quieren rebuscarse porque es lo único que los hace productivos en un país donde la palabra productividad reposa al lado de tantas vidas arrebatadas por el gobierno de la bala. Han privilegiado los vicios y desdibujado las virtudes, han implantado nuevas verdades y nos han hecho creer que lo mejor que existe hoy es actuar como especies de parásitos que se alimentan de lo único que hay que hacer: sobrevivir.

Desde el presidente de la compañía que tiene el contacto que le consigue el papel higiénico hasta la persona en el barrio que hace ocho horas de cola, tres veces a la semana, para comprar la leche para sus hijos, todos son víctimas de lo mismo: de una sociedad condenada y de un problema que no se ha querido atacar a fondo y cuya solución se cree que es exclusivamente electoral.

Yo hoy estoy convencido de que se necesitan menos leyes y más conciencia para entender y solventar la tragedia que padecemos. Ya el problema de Venezuela no es meramente económico, político o social. Es absolutamente cultural, potenciado por los anteriores. Evidentemente hay que derrotar al modelo político por completo para poder derrotar el resto. El asunto es que algunos nos condenan a seguir viviendo del mismo caos cuando dicen que hay que mantener cosas porque eso “atrae”. Mientras el modelo político que nos trajo hasta aquí siga teniendo defensores, de lado y lado, como si el problema fuera simplemente de una firma o de una ley, seguiremos condenados a tener una sociedad como la que hoy somos.

Ya el problema de Venezuela es generacional. Está comprometido el futuro y unas cuantas generaciones que deberán entender la magnitud y la urgencia de ser diferentes. Por supuesto, en nuestra sangre están arraigados valores y principios democráticos que hacen de nuestro carácter algo estructural, pero hoy ya no es suficiente. Nos han conducido a un laberinto que, de no entenderlo como tal, nos hará permanecer encerrados de manera incierta.

¡Hay tantas oportunidades hoy como para andar defendiendo modelos fracasados y líderes obsoletos! Nuestra nación demanda más claridad, más confianza pero, sobre todo, más verdad. Sin quererlo o no, nos han vuelto una sociedad condenada al fracaso y al olvido. Han hecho de todo lo malo, lo bueno; y de todo lo bueno, lo peor.

Los liderazgos que entiendan lo trascendental de su lucha, cuán lejos está todo y cuánto hay que trabajar por reconquistar la verdadera libertad y dignidad de Venezuela, por encima de cualquier silla o banda, son los que realmente tendrán éxito. De resto, seguiremos condenados; seguiremos siendo los hijos de lo prohibido.

Twitter: @Urruchurtu