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Saliendo de casa, nos detuvimos a la espera del ascensor (o descensor), observando con cierta contrariedad que, al otro extremo del pasillo, detrás de las rejas que seccionan a lo Alcatraz el área común, dos niños rayaban la pared. Ambos repitieron a viva voz la consigna, “Fuera Maduro”, la que no daba ocasión para el habitual error ortográfico, celebrándola con el simulado enfrentamiento con una tanqueta.

De rostros cubiertos y escudos improvisados, a uno de ellos se le ocurrió preguntarme si fumaba para que hiciera una donación a la que obviamente nos negamos, antes de bajar.  Quizá supondrán que un rayo láser paralizará al represor, enfundados por el inaudito gas,  mientras llega el enfermero para atender a los heridos y un chorro de la manguera enemiga desborda el lugar.

Evidentemente, los niños tienen la oportunidad de fisgonear las noticias y de escuchar el testimonio de los mayores que acuden religiosamente a las pacíficas concentraciones y marchas de protesta. Los seducirá la estampa del escudero que, en franca desventaja frente al policía y el militar que los apunta, ha consagrado el tiempo.

Dos o tres años atrás, en medio de una manifestación que no dejaron salir de la UCV, detallamos al muchacho y a la muchacha de cubierta cara y lentes obscuros, pantalones cortos y zapatos deportivos, con máscara anti-gas, un tobo de agua cercano y una mano enguantada. Hoy ha incorporado un casco teñido en casa, por lo general, el más barato que emplean los mototaxistas para sus apremiados clientes, y una lámina de metal o madera, a veces, el plato de una antena satelital, cuidadosamente pintada, con una oración al reverso.

Irrumpe así, en el imaginario colectivo, una novísima representación del heroísmo que, como todo aquel que se precie, tiene en la entrega desprendida su mejor bandera. Asociado a la ciudadanía, espera por un desarrollo que le servirá de soporte necesario a la transición democrática en reemplazo de aquellas creencias que, de los otros y de nosotros mismos, fueron labradas por la violencia de todos estos años.

En el gesto inocente del niño ha de expresarse, como desgraciadamente ocurrió cuando se le disfrazó en los carnavales de 1992 como golpista; u ocurre, ya diluyéndose, con el juego infantil que exalta al malandro que liquida al policía y humilla a los inocentes.  Y, al repletarse los aeropuertos con el regreso masivo de venezolanos, quedará atrás el juego de la niña que asume que varias de sus muñecas ya se fueron del país.

Venceremos la cultura de la muerte, con la cultura de la vida. Reivindicaremos nuestro derecho al optimismo que esta extraordinaria experiencia de calle, inevitable experiencia que nos llevará a una diferente comunión de los venezolanos.

@LuisBarraganJ