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Somos la generación de los sueños rotos o exportados. Vivimos conscientemente esta tragedia, aunque los chamos que hoy tratamos de mantener durante el día una sonrisa que les dé fuerza a nuestros padres, pero que nadie dude de lo duras que pueden ser las noches. Lloramos por las madrugadas, cuando esas penumbras dejan traslucir los espectros que viven en nuestras peores pesadillas. O cuando nuestras pesadillas son la realidad que vivimos.

Una larga pesadilla que se ha convertido en la cotidianidad de nuestras vidas. Nos criamos en ella, con el peligro de aprenderla a amar, de creer que es lo único posible. Nos estamos acostumbrando a vivir, pensando que el sol que nos ilumina el rostro podría salir y alumbrar con más calidez en otras tierras. Nuestro rostro, que a veces está lleno de ojeras, y siempre está hambriento de expectativas libertarias, a veces duda, a veces se interroga sobre dónde y cómo hacer lo correcto.

El mal totalitario que nos abruma nos señala que la libertad se vive en tierras lejanas y extrañas. La diáspora es un yugo de despedidas y adioses que nos pesa a todos. Todos perdemos hermanos cuando deciden partir. Todos nos sentimos solos. Todos maldecimos cada avión que sale de Maiquetía con un pedazo de nosotros, con recuerdos, con sonrisas, con lágrimas y con sueños arrancados. El mal totalitario es voraz en su afán de devorar las miradas inocentes de niños que nacieron en esta patria, y que ahora lucen amargas y decepcionadas con un país que no encuentra la forma, el camino, la ruta para deshacerse de esta trama terrible de ausencia de libertad.

Todos los días me dicen que acá no existe futuro, que emigre, lo más lejos posible, que mis sueños de dedicar mi vida a los restos de la que alguna vez fue la patria de Bolívar es señal de que cada pizca de cordura ha abandonado mi cabeza, que quedarse es hacerle eutanasia a mi futuro. Son los susurros de la decepción de los que ya se dejaron vencer.

Y con lágrimas en los ojos escribo esto, ya sin tener idea de que pensar, teniendo presente a mi padre, mi héroe e inspiración, que, si yo estoy así, tentado por la decepción, no imagino como vive cuando no lo vemos. No puedo dejar de pensar en mi madre, que todos los días sale con la mirada perdida a darlo todo y vuelve sabiendo que aun así no alcanza para darse la vida que con todos sus logros se merece. No puedo dejar de pensar en mi hermano, que inocente aun en su mirada, acude a mí buscando fuerzas, y lo mejor que puedo ofrecerle es un abrazo, una sonrisa y un puñado de palabras de esperanza.

Cada día hay más pupitres vacíos, y cada despedida es más pequeña, porque quedamos menos. La conversación entre nosotros trata de disimular esa soledad que vamos siendo. Ya los cuentos que echamos cuando nos vemos no son sobre lo que has hecho en las vacaciones, sino sobre ese inventario terrible de a quienes has perdido, familia, conocidos mutuos. Es la sensación de un país repartido por el mundo, de una vida resignada a vivir con corazones en pedazos, familias separadas, y capital desperdiciado: Internacionalistas haciendo pizza en el extranjero, abogados repartiendo jugos, contadores atendiendo McDonald’s, profesores de historia de Venezuela en el extranjero, siendo forzados todos ellos por estas circunstancias que para muchos resulta ya intolerable, y que los impulsa a buscar otras opciones para poder vivir de manera decente y como ellos miles de ejemplos más.

Y es que cada día es más difícil apostarle a esto, cuando dejamos de creer en una dirigencia que falla más veces de las que acierta. Qué importante es la congruencia y son las convicciones en un país que se ve a sí mismo como un desahuciado. Que importante es poder aferrarse a la firmeza con la que una líder como María Corina sigue adelante, y asume por eso los costos de esa soledad institucional que anunció cuando volvió a ratificar que su agenda era la de la gente que quiere cambio. No es poca cosa contar con ella. Y aprender a encontrar esperanza y fe en las cosas pequeñas, en las buenas cosas que todavía aquí nos ocurren. Encontrar esa explosiva sonrisa que nos provoca una mirada. Disfrutar del amor, a veces fugaz, y otras veces tan prometedor. Apreciar la belleza y hurgar los miles de significados que se encuentran en una imagen. Recorrer todos los senderos fantásticos que nos ofrece un libro. No es aferrarse. Es recordar que la vida no es otra cosa que buscar los rastros de esa libertad que nos hace dignos, y que nosotros no podemos ser los que nos la vamos a negar.

Ser libres también nos exige el seguir luchando. Los que aquí vivimos debemos construir ese compromiso personal que nos permita levantarnos y seguir buscando opciones, porque si algo aprendí en las últimas semanas, es que esto apenas empieza. Y que muchas veces compartiremos esa soledad a la que aludió María Corina, y otras veces nos desolados al sentir los costos de la partida de nuestros afectos. Pero de una cosa estoy seguro, los que quedemos tendremos que dar el doscientos por ciento.

Porque, aunque hoy haya llorado a modo de tempestad escribiendo esto, pensando en todo lo que ha pasado y lo que falta, todavía apuesto por esto, por vivir acá, por estudiar acá, y por entregar la totalidad de mi ser, de mi alma y de mis habilidades para que las generaciones que vengan delante de mí, sean las de los sueños hechos realidad. Tal vez hoy somos la generación de los sueños rotos o exportados, pero aspiro a que desde ya seamos la generación que se narre con orgullo porque que alcanzó un sueño, una aspiración que en noches como esta, luce tan imposible: «La libertad».

No escogimos nuestras circunstancias, pero las enfrentaremos orgullosos.

 

Gabriel Alejandro Maldonado Duarte