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Incontables las materias pendientes para una Transición convincente, la sola propuesta de sendas leyes orgánicas debe apuntar a la real transformación histórica de un país que, apenas, es el inquilino precario de un siglo que se dijo promisorio. Sugiere iniciar y alcanzar la profundidad de un debate que habrá de materializarse definitivamente  al mediano plazo, ya que la inmediatez de los consabidos problemas que literalmente nos asedian,  tiende a aconsejar fórmulas realistas para una coyuntura tan específica, como – ciertamente – inevitable.

 Versamos, sobre el planteamiento de los instrumentos más adecuados para el ámbito militar y el de la educación, por ejemplo. De conformidad con el artículo 203 de la Constitución, intentando una respuesta de fondo, son necesarias las leyes organizadoras de los poderes públicos, capaces de desarrollar los derechos constitucionales hoy desconocidos y de enmarcar las otras iniciativas legales que sean afines. Sin embargo, tenemos reparos para la tan deseable perspectiva de trabajo.

 Por un parte, hemos propuesto ante la Comisión  Permanente de Defensa de la Asamblea Nacional, la reconsideración, estudio y aprobación de la Ley Orgánica de la Fuerza Armada Nacional (LOFAN) sancionada íntegramente  por el parlamento en 2005,  con presencia de  la oposición; valga la doble acotación, hubo una modificación parlamentaria en 2015, como tuvo la amabilidad  de  corregirnos el diputado Eliézer Sirit, presidente de la citada Comisión, aunque la entendemos como una reforma muy puntual, circunscrita o localizada; por lo demás, la propuesta misma no significa desconocer el trabajo realizado por los comisionados, en los últimos años.  Convengamos, el solo planteamiento de una ley de carácter orgánico significa romper con las prácticas acuñadas por el régimen que, al contrariar  la más elemental noción, naturaleza y distinción orgánica de las normas, interesadamente replicó o reeditó la normativa constitucional, sin el deseable desarrollo, como ocurrió con la Ley Orgánica Sobre Estados de Excepción y la Ley Orgánica de Seguridad de la Nación.

 Obra la circunstancia de una  transición democrática que todavía espera de fundamentales definiciones que implicarán  la actualización y constitucionalización de la Fuerza Armada Nacional, difícil y hasta imposible de lograr al corto plazo. Por ello, la pertinencia de un instrumento legitimado por el parlamento, independientemente de la correlación de fuerzas que privó al momento de sancionarlo, en reemplazo de la última ley habilitada en 2014, cuya reforma muy parcial, un año después, no alteró su avieso espíritu, propósito y razón.

Por otra parte, celebramos la iniciativa de la sociedad civil organizada, a través de Aula Abierta, al orbitar digitalmente un Proyecto de Ley Orgánica de Universidades que obliga al  redimensionamiento del sector de un extraordinario aliento,  aunque consabidas las limitaciones de tiempo para acometer una empresa tan ambiciosa de cara a las tensiones y perturbaciones disparadas por el régimen que esperan de una muy pronta, concreta y decidida respuesta. No hay dudas, el planteamiento tiene el mérito de zanjar o de intentar zanjar la deliberada confusión generada por la dictadura que, mediante  la tristemente célebre sentencia 0324,  la cual mantiene en pie, tardará en solventar la cuestión de fondo que suscitó el  recurso interpuesto más de una década atrás ante el espurio TSJ.

 Por todos los medios disponibles, auspiciamos la discusión de la legítima aspiración de la entidad no gubernamental, aunque el coronavirus no eliminará el drama que atraviesan nuestras casas de estudios, violentado el artículo 109 constitucional. Luego, hemos  insistido hasta la saciedad al respecto, la urgencia es la de una legislación ordinaria que facilite la defensa real de la autonomía universitaria, bien al simplificar los procesos para unos comicios masivos, simultáneos y aleccionadores de las principales universidades, bien para establecer las responsabilidades civiles, administrativas y penales por la flagrante violación de las normas, por cuya reivindicación debemos velar.

 Ambos casos, el militar y el educativo, nos permite manifestar una inquietud adicional sobre la presunta ventaja de heredar las actuales y arbitrarias normas para garantizar la transición.    Al inicio luce o lucirá comprensible frente a la rápida resistencia y arremetida de las fuerzas desalojadas del poder, pero – luego – la tentación será la de preservarlas so pretexto de cualesquiera situaciones, prolongándose,  y, acá, quizá sea pertinente citar el Reglamento Interior y de Debates de la Asamblea Nacional (RIDAN) que, esencialmente, es el mismo de 2010:  por  lo menos, al año de inaugurado el actual mandato parlamentario,  debió constitucionalizarse y lo acaecido después, con una división artificial y artificiosa de la Asamblea Nacional, abona  sólo a una garrafal error político.

 Fuere para una ley orgánica y, con mayor razón para una ordinaria, a pesar de las adversidades, la corporación legislativa puede admitir cualesquiera propuestas y, en la medida de sus posibilidades, asumirlas, evacuarlas y sancionarlas.  Existe la mayoría calificada para ello,  sorteado, incluso, en el caso de la orgánica, el “desliz idiomático del constituyente”, según el juicio de José Peña Solís, al tratarse de una admisión que convierte la consulta con el TSJ en un rito   (“El procedimiento legislativo en Venezuela”, UCV, Caracas, 2009: 113 ss.).

 En definitiva, el esfuerzo fundamental es el de “recobrar las reglas del  Estado de Derecho en Venezuela, el sistema democrático y la garantía de los derechos ciudadanos”, de acuerdo a la definitiva conclusión a la que arriba un importante y pormenorizado estudio, cuyo título es demasiado elocuente: “El TSJ al servicio de la revolución”, Galipán, Caracas, 2014: 425). Varios son los autores que apuntan  a una herencia muy bien sedimentada de dos décadas y tanto, necesaria de superar con la habilidad política y la destreza jurídica que amerita tamaña tarea.