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Desde muy pequeño, mi padre me enseñó que, para crecer, superarme y lograr objetivos, debo trabajar duro. El trabajo es el que hace que toda persona salga adelante y viva con bienestar. Me lo enseñaba con su ejemplo diario. Él pertenece a ese lote de madeirenses que llegó a Venezuela en los años 80 “con una mano adelante y la otra atrás”. Fue con sacrificio, comenzando de cero, que logró obtener todos los beneficios de los que hoy goza.

Ciertamente, no vive en la opulencia (nunca fue esa su ambición), pero ha experimentado a lo largo de su vida un crecimiento sostenido, con dignidad. Y lo logró sin asistencia de ningún Estado. Mi papá me enseñó que la independencia, la libertad, es fundamental para que una persona crezca conforme sus propias aspiraciones, que jamás podrán ser las mismas que las de los demás.

No es que mi papá vivió aislado de todos. Al contrario: al principio, fue empleado de quienes generaban riquezas y hoy él genera empleos. Tampoco es que mi papá ha arreglado los asuntos a la fuerza: ha acudido al Estado para denunciar acciones que han violentado su propiedad y dignidad, como uno que otro robo. Ha sido eso realmente lo único que ha esperado de la política: acciones ante transgresiones que lo han violentado.

Cuando el profesor de la clase me pregunta si la crisis de la democracia se debe a factores coyunturales, locales o universales, yo pienso, más bien, que la democracia ha encontrado su agresor en los mismos que la practican y, más aún, dicen defenderla.

Ya nos han enseñado que la democracia es lo que es: la alternabilidad en el poder, que debe ser limitado para garantizar la propiedad privada y la libertad; mediante un sistema de reglas claras, establecidas en una Constitución. Por eso, la crisis de la democracia no es relativa a su esencia o a cuestiones coyunturales de uno u otro país. La crisis de la democracia se halla en factores prácticos.

Los políticos, que tienen como base de sus proyectos y discursos a la chocante “igualdad y justicia social”, han reforzado la idea de que la democracia y la política están para hacerle y resolverle la vida a la gente o, como en casos extremos como el venezolano, de llevarle la comida a la mesa. Cuando los políticos ofrecen eso para llegar al poder y no lo cumplen (vaya tozudez, prometer la igualdad de seres humanos esencialmente desiguales), se crean en los ciudadanos frustraciones y desencantos.

Como apunta Ángel Rivero en su texto La crisis de la socialdemocracia en Europa, el “consenso socialdemócrata” de la posguerra encontró justificación en aquel momento histórico, pues había una realidad demoledora de grandes mayorías con sus pertenencias arrasadas y sus probabilidades de ascenso, reducidas. Así, se creó el “Estado del bienestar”: el Estado garantizaba “…seguridad social, servicio nacional de salud, educación universal, ayudas al acceso a la vivienda, derechos laborales, etc. Este modelo fue adoptado por todos los partidos democráticos europeos”, como dice Rivero en su texto. Pero ese “consenso socialdemócrata” no fue un plan coyuntural, sino que, por el contrario, se convirtió en el mayor arraigo democrático, no solo en Europa, sino en gran parte del mundo occidental. Los políticos encontraron (con sus matices) en el “Estado de bienestar” la forma perfecta para convertir a los ciudadanos en clientes: votos a cambio de comida barata, llaves de viviendas dadas en las manos, uniformes escolares gratis, etc. Y, en lugar de modelar a una ciudadanía independiente, modelaron a gente acostumbrada a interesarse por la política solo con el interés de recibir regalos.

Esto ha planteado serios desafíos en los países democráticos (socialdemócratas), porque, en unos antes que en otros, la realidad le ha chocado en la cara a los políticos: todo servicio “gratuito” para asegurar esa “justicia social” tiene que ser financiado con un dinero que sale de alguna parte. Y el dinero no crece de los árboles, el dinero surge del trabajo de los hombres. Y, en el caso del Estado, ese dinero sale, en principio, de los impuestos y, en unos casos más que en otros, del control de ciertas empresas (en varios estados latinoamericanos, como el boliviano o el venezolano, donde el Estado conforma monopolios). Es así como, sin poder endeudarse más, muchos Estados han tenido que recortar las regalías, produciendo desencanto en una población a la que se le enseñó, hasta en currículos escolares, que el Estado debe aportarlo todo o casi todo.

Y es allí donde a los populistas se les encienden las luces: es momento -dicen- de lograr esa “igualdad social posible”, acabando con los políticos corruptos y logrando que el poder y los recursos sean manejados directamente por el pueblo. Es prescindible ahondar acá en los resultados de grupos que han llegado al poder con estas promesas: véase, por mencionar solo cinco casos, los abusos de poder en Bolivia, Ecuador, Brasil, la Argentina de los Kirchner y Venezuela.

Recuerdo otra frase, que mi papá me repetía siempre: “No gastes lo que no tienes, guarda para cuando necesites”.

Qué distinta hubiese sido nuestra historia política si los políticos, en lugar de fomentar el clientelismo, hubiesen entendido que el desarrollo personal (de ellos, inclusive) tiene probabilidades más fuertes cuando se convive y se interrelaciona con individuos desarrollados, superados, libres. Qué distinto hubiese sido si los políticos hubiesen trabajado por países en los que sus ciudadanos esperaran más de sí mismos para crecer que de otros.

Hoy seguramente los fantasmas populistas no estarían asustando y la democracia no estaría amenazada. Es por eso que, ante el crecimiento de la conciencia de los ciudadanos de que tampoco los populistas son la vía (véase el desmoronamiento del favoritismo por la izquierda en la misma Bolivia, Ecuador, Brasil, Argentina y Venezuela), los políticos de hoy tienen por delante a un gran desafío y una gran oportunidad.

La gente hoy demanda autenticidad y eso es lo que está esperando de sus políticos. Y es la honestidad y la autenticidad la que nos hacen merecedores de confianza. ¿O no fue eso lo que nos enseñaron en casa?

@PedroDeMendonca