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Para nadie es un secreto que Venezuela vive la peor crisis de su historia republicana. Una crisis que ha penetrado todos los aspectos de la vida de un país que lo tuvo todo para ser grande y que necesita de eso, otra vez, para enrumbarse hacia su verdadero esplendor.

Es difícil entender la naturaleza del modelo de quienes hoy gobiernan a Venezuela de manera irresponsable. El uso de todo el poder del Estado, secuestrado por un grupo, ha tenido la clara intención de controlar la vida de sus ciudadanos. La conducción de la sociedad como una simple masa de utilidad electoral, minimizada en su función crítica, comprada con una riqueza —que cada vez más es garantía de pobreza—, arrinconada por la inseguridad y la escasez como formas de control y la anulación del individuo como motor de desarrollo, han hecho del modelo socialista venezolano la perfecta evidencia de lo que la historia nos ha dicho, con duros golpes, sobre lo que no debe ser ni hacer un gobierno: dominarnos.

El día a día transcurre entre colas cargadas de enorme desilusión convertida en costumbre. El silencio de la conformidad retumba en las paredes de las envejecidas calles de un país que se vende ante el mundo por sus riquezas, pero muestra ante nosotros la miseria como producto de su mal manejo. Miseria aceptada porque es como una condena, un “momento difícil” que “en algún momento pasará” y del que “otros deben ocuparse”. Por supuesto, es muy fácil culpar a quienes piensan así sin comprender que es eso precisamente lo que han querido lograr quienes macabramente conducen las riendas de Venezuela, alejándonos del ámbito de lo público para ser útiles sólo frente a una máquina de votación.

Pero todo esto, sumergido en la anestesia electoral y en la resaca de promesas populistas, obedece a algo mucho más allá. Cuando se escucha al Ministro de Educación decir que no sacarán a la gente de la pobreza para que no se conviertan en escuálidos; cuando se escucha al Ministro de Alimentación decir que si la gente hace cola para ir al cine puede hacerla para comprar comida; cuando se escuchan a voceros oficiales decir que la gente hace colas no porque no haya comida sino porque tienen más dinero; en fin, cuando se lee una carta de confesión sobre cómo se tomó la decisión de destruir un país, vendiéndose como “responsable” en medio de lo que significa el mayor acto de irresponsabilidad política de nuestra historia contemporánea, difícilmente se puede hablar de buenas intenciones.

Si algo aclaran estos ejemplos, así como muchos otros, es que la destrucción progresiva, sistemática e intencional del país obedece a la más dolorosa y espeluznante crisis de todas: una crisis moral. Llegar al espíritu de una nación, arrebatar sus principios y valores para transformarlos en el gobierno de la inmoralidad y la perversión, construir una sociedad pobre en alma y esencia y convertirnos en vasallos de una verdad despiadada y mentirosa, ha sido el más oscuro plan de quienes, alentados por la injerencia cubana, se creen dueños de un país que sólo los eligió como servidores públicos.

Basta con ver cómo por el poder han sido capaces de vender nuestra soberanía, de permitir que mafias se adueñen de lo que con sangre y sudor costó recuperar y de borrar el espíritu libertario que nos condujo al desafío de ser independientes. Poder que reprime, que persigue, que asesina, que es capaz de aniquilar todo lo que tenga en frente  y que, en medio de su propia impunidad, busca mantenerse a sí mismo, sea como sea… ¿Necesitamos más pruebas de sus intenciones?

Ya en Venezuela, desde hace mucho, no hace falta estar en una cárcel para dejar de sentirnos libres. Nuestra libertad ha sido secuestrada en todos sus aspectos y el miedo es la principal celda simbólica que nos hace prisioneros de un modelo en el que pensar distinto, vivir mejor y soñar un futuro coloca automáticamente en nuestras frentes la palabra “enemigo”.

Pero también es cierto que este país, durante los últimos, meses ha emprendido una lucha que exige liderazgo moral para reconquistar su libertad y su grandeza. No se trata de mantener un sistema que sólo ha traído el imperio de la miseria y la arbitrariedad de la Ley; no se trata de esperar ni de darle al tiempo la tarea que, como herederos de la libertad que lograron nuestros próceres, el país nos demanda.

Muchas conciencias han despertado. Han entendido que el tiempo sólo favorece a quienes gobiernan y que esperar sólo nos seguirá hundiendo en el abismo de un modelo fracasado que muchos aún se empeñan en defender por conveniencia o desespero. Pretender generar cambios desde las mismas instituciones que han cerrado todas las vías a sus ciudadanos y han permitido la perversión en el manejo de Venezuela, sólo garantiza la supervivencia de su dominación y la justificación de sus acciones. Hay que trascender a ellas de forma pacífica y constitucional. Tenemos todo para hacerlo y urge que como venezolanos nos organicemos, discutamos y nos encontremos en una sola ruta que derribe el muro del statu quo. Una ruta que nos libere.

La convicción moral es el único terreno en el que quienes gobiernan a Venezuela no pueden competir porque sencillamente todas sus acciones carecen de eso. Que ellos acepten actuar apegados a principios sólo haría fracasar su modelo, razón por la cual sólo permiten aquello que, basándose en lo más oscuro y nefasto de la política, les hace permanecer en el poder. Es su naturaleza, es su arma junto a la violencia descontrolada y que eso cambie sólo depende de nosotros.

La moral, los principios y los valores se cansaron de ser olvidados. Se han rebelado frente a la pretensión de avanzar en su exterminio. Hoy son el único escudo frente al poder de un Estado encarnado en la mayor de las traiciones a una nación que merece ser próspera, libre y soberana. Estamos frente a la rebelión del olvido.

Twitter: @Urruchurtu | http://urruchurtu.wordpress.com